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BREVE CANTO AL DOLOR Y LA LUJURIA

"Lo que separa a europeos y americanos no es la cultura sino la conciencia"

Semana
9 de agosto de 1982

Miro por la ventana del hotel. Allá abajo, en la calle espejea el sol del verano. En esta Madrid sofocante el sol es blanco e implacable. Una muchacha sudorosa se refresca bajo un árbol. El mundo reverbera como una hornilla. Los taxistas maldicen. La gente entra a los almacenes, no a comprar chucherías, sino a mitigar el bochorno con el aire refrigerado de las tiendas, que además de frío es gratuito.
Una nata espesa cubre la ciudad. El calor seco es como una lámina de acero que se puede tocar con sólo extender las manos. Los cristales de la ventana se empañan con el vapor de la resolana. Las muchachas, que aquí son coquetas por naturaleza aprovechan el verano para andar por ahí ligeritas de ropa, con unas minifaldas provocativas. Hay un desfile de muslos por las avenidas.
En este breve arrebato de lujuria, que me desboca el corazón y me recuerda el trópico, me viene a la memoria un canto que escuché alguna vez a unos campesinos del Huila:
Dame lo que te pido, que no te pido la vida.
de la cintura p'abajo
y de la rodilla p'arriba...
Pero el recreo de lascivia se interrumpe de pronto. Se me acaban estos plácidos minutos de sueño despierto.
Veo un grupo de gentes, especialmente jóvenes, que hacen cola para comprar boletos. No son como me imagino al principio, las entradas para el Campeonato Mundial de Fútbol, sino para asistir al concierto de los Rolling Stones.
Pienso en América. Pienso en Colombia. Y ahora, sólo ahora, metido en la mitad de este caldo de calor que se parece tanto a Montería, comprendo la diferencia. Durante largos años, más que todo por hacer un entretenimiento teórico, he buscado vanamente la respuesta: qué es lo que nos hace tan diferentes a americanos y europeos. Por qué somos distintos. Lukacs creía que era la cultura. Stranch, ese genio cascarrabias de la filosofía moderna, piensa que son las comunicaciones las que nos separan: el retumbar del tambor inca contra el titilar de los satélites.
No han faltado, ni siquiera, esos especuladores europeos, magos de la charlatanería decente, maestros en el arte de embaucar incautos, genios auténticos a la hora de torcerle el cuello a la verdad. Según ellos, es la comida lo que nos divide. El poder de las vitaminas. Están seguros que la cabeza de un hombre que come plátano frito con ñame en el desayuno, no puede reaccionar de la misma manera que el cerebro de una señora holandesa que almuerza con pétalos de tulipanes, o de una anciana española que saborea jamón serrano con pato a la naranja.
Pendejeces, como dicen los taxistas sabios de Barranquilla. Lo que nos separa a europeos y americanos no es la cultura, sino la conciencia. De lo contrario, no estaríamos asistiendo a este hermoso y emocionante espectáculo: el hombre que mejor ha escrito prosa en lengua castellana después de Cervantes, no es ningún español de Alcalá de Henares, sino un colombiano de Aracataca.
Abra usted el compás. Extienda el ejemplo como quien despliega un mapa de combate en la mesa del estado mayor. Hágalo sin miedo. Y verá lo que ocurre: que los mejores poemas que sobreviven del antiquísimo idioma de los primeros bretones no los escribió un nieto de Shakespeare, sino un ciego de Buenos Aires.
El viento sopla ahora al revés. Los huracanes de Barlovento que empujaron las quillas de Colón hacia América, se han dado la vuelta súbitamente, como si estuvieran imitando una media volea de Falcao. La brisa viene ahora de allá hacia acá. El gran cantor de la decadencia social, a través de la literatura de nuestros días, no es ningún novelista barbudo de Barcelona, sino el argentino Manuel Puig.
La diferencia, pues, no tiene nada que ver con las tajadas de plátano frito frente a la paella valenciana. Ni radica en esa guerra sutil y sin cuartel que libran los quesos franceses contra el suero de leche dura que sacan los campesinos de Córdoba. La distancia, que es más grande que las diez mil millas de la mar oceana, está en el corazón de los hombres.
Los muchachos de Madrid se matan hoy a empujones ante la puerta de un músico inglés. Los muchachos de Uruguay, en cambio, se hicieron matar --a lo largo de toda una generación-- con la bomba tupamara en la mano. Ambos, el melenudo de aquí y el héroe anónimo de allá, eran víctimas de la desolación y de la desesperanza.
La única diferencia que había entre ellos, para decirlo en una sola palabra, es la misma diferencia que hay entre la guitarra y el fusil. Es decir: el coraje; La guitarra es el fusil de los poetas. El fusil es la guitarra de los más valientes.
Fuera reflexiones. Freno a los pensamientos sombríos. Vuelvo a la realidad del verano. Allá abajo, en la calle, camina otra minifalda. Hay un frenesí de nalgas debajo de la tela. Y descubro, a última hora, que un par de muslos producen los mismos pensamieintos en Andalucía y en Sincelejo. Pobre Lukacs...--