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Mantenlo prendido, el fuego…

Ahora que viene La Niña el fuego no será un problema, pero el suelo desnudo y tostado sí.

Brigitte Baptiste, Brigitte Baptiste
18 de mayo de 2016

Esa sería la canción que menos querrían escuchar los canadienses la semana pasada, cuando experimentaron uno de los mayores incendios de su historia. Casi 2000 km2 de bosques boreales se quemaron, un área más grande que la ciudad de Bogotá con todo y ruralidad. Similares acontecimientos se repiten cada año con mayor voracidad en todo el planeta y Colombia no se quedó atrás: cerca de 150.000 hectáreas se quemaron, definiendo incluso en su transcurso la agenda del Ministro de Ambiente, que se vio obligado a afrontar esta crisis evento por evento y que acabarán por duplicar la tasa de deforestación anual del país.

Los incendios se han incrementado sustancialmente por efectos de la variabilidad climática extrema, que en época de sequía convierte muchos ecosistemas en blanco de la candela. Curiosamente, no nos preguntamos por qué la mayoría de estos eventos se clasifica como incendios provocados y criminales, o accidentes derivados de la irresponsabilidad humana, cuando hace unas pocas décadas el fuego constituía la manera normal de hacer agricultura: las quemas eran indispensables para adecuar el campo, liberarlo del crecimiento vegetal no deseado y alistar el suelo para las semillas o el crecimiento del pasto fresco. Un acto de renovación ecológica heredado de la tradición indígena y que, bien manejado ni siquiera representa un incremento en las emisiones de CO2, pues el carbono liberado es recapturado en el siguiente ciclo de crecimiento.

La ilegalidad del fuego causó en los Estados Unidos un gran debate en los años 80 hasta que se demostró que, dejado a su propio ritmo, constituía una fuente de grandes catástrofes, al menos en términos humanos. La épica de la magia salvaje debió ser interpretada y transformada por la cultura, una vez más. Por ese motivo, la prohibición de las quemas probablemente se ha convertido en el mejor incentivo al delito y ha incrementado el riesgo de incendios letales al nivel que estamos experimentando: como con cualquier medida basada en el “sentido común”, que se confunde constantemente con un prejuicio perceptivo, la política y la ley ignoran a la ciencia y propician la simplicidad en el manejo ecológico y agronómico del territorio, y en vez de tener menos impactos, tenemos más.

Ahora que viene La Niña, el fuego no será un problema. Pero el suelo, desnudo y tostado, se erosionará rápidamente por efectos de la escorrentía y condenaremos grandes partes de Colombia, especialmente las laderas de las montañas andinas, a quedar congeladas como praderas inútiles, con un décimo de vaca por hectárea, consolidando la destrucción de bosques que capturaban la niebla para volverla agua. Y todos los nutrientes, mezclados con los sedimentos arrastrados, continuarán con el llenado de los cauces de los ríos, promoviendo su colmatación, pérdida de navegabilidad y mínima capacidad de actuar como sistema amortiguador de las inundaciones.

El fuego boreal, junto con el Amazónico y Andino, amenaza borrar todos los esfuerzos de capturar al menos una porción del carbono emitido, incrementando aún más el calentamiento y demostrando que no es posible hacer ecología en modo campaña, pues no estamos incorporando  el aprendizaje de estos grandes ciclos de la vida planetaria en nuestros modos de gobierno. Tal vez haya que mirar con otros ojos la “quema” de candidatos… 

*Directora Instituto Humbolt

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