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Valores relacionales

Qué tanto sentido tienen los vínculos de cada uno de nosotros con el resto de miembros de la sociedad o con el resto de seres vivos del planeta es la pregunta que cada uno podría hacerse.

Brigitte Baptiste, Brigitte Baptiste
1 de junio de 2016

Muchas decisiones con efectos ambientales incitan procesos de consulta popular o de “licencia social”, como la que acaba de ocurrir en Ibagué. La resistencia local a políticas nacionales crece en todo el planeta, debido a la pérdida de confianza en los beneficios que eventualmente traen los proyectos minero-energéticos, de infraestructura o agroindustria. A la gente no le llegan los beneficios del desarrollo y si los maleficios: su temor radica, más que en la trasformación de unos ecosistemas que no conocen, en la pérdida del bienestar humano que se vislumbra. La preocupación crece por una naturaleza más politizada que empírica, una señal de que detrás del conflicto existen diferencias fundamentales en la manera en que se percibe y valora el riesgo de cambio ambiental por parte de diferentes actores.

La UNESCO y el Centro Vasco de Cambio Climático acaban de concluir en Donostia un seminario internacional acerca de los llamados “valores relacionales”, aquellos que emergen de las prácticas sociales cotidianas y que representan la intensidad de las conexiones vitales que reconocemos o ignoramos en cada uno de nuestros actos y que normalmente tienen un componente inconmensurable: la belleza, el apego emocional, el sentido de existencia. Es decir, lo importante, pero no en abstracto sino en relación con la experiencia física que los genera. Los valores relacionales están ligados con los modos de vida de las personas, que pueden cambiar, pero que al hacerlo ponen en juego su propia identidad y su futuro. Al decir “acá siempre hemos sido mineros, pescadores, agricultores, industriales, habitantes urbanos…” sin duda involucramos mucho más que nuestro oficio.

Qué tanto sentido tienen los vínculos de cada uno de nosotros con el resto de miembros de la sociedad o con el resto de seres vivos del planeta es la pregunta que cada uno podría hacerse, así sea desde la comodidad de su sillón urbano, con una condición: la de examinar la constitución de esa atribución de valor desde una relación que la llena de legitimidad. ¿Por qué nos importan los jaguares, los osos, las arañas? ¿Por qué el bosque, si nunca hemos estado en él? ¿Por qué los ríos y el agua, si la evidencia muestra que aún la llenamos de nuestras heces?

¿Cómo valoramos nuestros modos de vida? ¿De dónde surge la importancia que atribuimos a los demás seres vivos? ¿Provee la naturaleza esos valores, se desarrollan o son implantados por terceros? ¿Cómo y por quién son evaluados, corregidos o ajustados? ¿Cómo se convierten en valores colectivos?

En estos tiempos en que cada licencia ambiental levanta sospechas y nos produce profunda indignación la hipotética destrucción de Caño Cristales, de los bosques de palma de cera en Salento, o la evidente destrucción de la Ciénaga Grande de Santa Marta, debemos preguntarnos acerca de nuestros comportamientos contradictorios, acerca del contenido y legitimidad de nuestras posiciones, a veces tan abstractas que nos llevan a firmar o ignorar decenas de peticiones virtuales de una gestión con la cual no tenemos mayor vínculo relacional.  Así es fácil hacer campañas…

* Directora Instituto Humboldt

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