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Bufonadas trágicas

No es Andrés Pastrana el único de nuestros gobernantes que ha tratado de ocultar sus fiascos tras triunfos ajenos, raponeándolos

Antonio Caballero
3 de septiembre de 2001

Uno de los efectos nocivos de la frivolidad de los gobernantes de Colombia es que obliga a sus críticos a una frivolidad equivalente. No son serios ellos, ¿cómo podemos serlo nosotros?

Voy a hablar del raponazo de la Copa América.

Preguntaba hace unos días Daniel Samper que quién sería ese “gordito de bigote” que, tras la victoria del equipo colombiano en el estadio, abrazaba a todo el mundo y trataba de quedarse con la Copa. Y no era otro que el señor Presidente de la República disfrazado de pies a cabeza de futbolista campeón. ¿Cómo no comentar ese episodio ridículo y grotesco? Pero ¿y cómo comentarlo sin caer también en lo grotesco y lo ridículo? Esta columna debería servir para tratar cosas tremendas, todas las que ocurren a diario en este país que se derrumba: las matanzas, los secuestros, el desplazamiento, la protesta, la represión de la protesta, la corrupción, el saqueo, el crecimiento del desempleo y de la pobreza, la farsa criminal de la ‘guerra’ contra las drogas dictada por los Estados Unidos, la tragedia de la verdadera guerra, agravada por la farsa de la otra. Pero no. A causa del espectáculo ridículo y grotesco de nuestro Presidente de la República vestido de jugador de fútbol, colgante por encima de la pantaloneta su creciente curvita de la felicidad, dando saltitos para apoderarse de la Copa América que acababan de ganar unos jugadores de verdad, hay que hablar de eso. No de lo trágico, sino de lo grotesco, que alimenta lo trágico al pretender suplantarlo. Porque las bufonadas presidenciales no son una anécdota, sino un síntoma. Estamos en manos de payasos, y por eso se derrumba el país.

Pues no es Andrés Pastrana el único de nuestros frívolos presidentes que ha tratado de ocultar sus fiascos de gobernante tras los triunfos ajenos, raponeándolos. Pastrana se quedó con la Copa: gracias a ella ganó 17 puntos de popularidad en las encuestas pese al caos sangriento y corrupto que ha sido su gobierno. Y, por supuesto, tampoco es serio un país que juzga la tarea de sus gobernantes por el desempeño de sus futbolistas profesionales, en el que no tienen ellos absolutamente nada que ver. Pero es que lo han educado así. Porque hay que recordar también al presidente Virgilio Barco embutiéndose trabajosamente en la camiseta amarilla del ciclista Lucho Herrera para ganarse los aplausos que no le había merecido su obra de gobierno, o a César Gaviria robándose los triunfos del torero César Rincón en las plazas de toros de España. Y quizás el caso más desfachatado de explotación de los méritos ajenos para ganar inmerecidas indulgencias se lo vimos a Belisario Betancur cuando salió en la televisión, humeantes todavía los rescoldos del incendiado Palacio de Justicia, para apropiarse de la agonía heroica de una niñita sepultada por el volcán de Armero: “Omayra, nuestra querida Omayra…”. ¿Querida? Pero si la había dejado ahogar él mismo, al ignorar deliberadamente, por razones de imagen, las recomendaciones de evacuación hechas por los vulcanólogos que habían previsto la catástrofe (y por hacerlo habían sido declarados “personas no gratas” por el gobernador del Tolima). No importa: Betancur tenía una agonía, y, siendo como era presidente de Colombia, no iba a desperdiciarla. No recuerdo cuántos, pero sus buenos puntos recuperó en las encuestas por cuenta de la desventurada Omayra.

Insisto: lo grotesco alimenta lo trágico, y la frivolidad de nuestros gobernantes es una de las causas eficientes de la ruina del país. Así, por los mismos días en que Pastrana andaba “jugándosela toda” por la Copa, y pronunciaba en la televisión un discurso al respecto de una vehemencia que jamás ha mostrado sobre temas como, qué sé yo, la ruina del campo, o el fracaso de la paz, por esos mismos días salía en la prensa la noticia del abandono miserable sufrido por la víctima de otra de sus bufonadas de imagen: la viuda del infante de Marina que utilizó para hacer llorar ante las cámaras al presidente Bill Clinton.

Mientras escribo esto, el paro agrario tiene cortadas las carreteras, Bogotá está paralizada por la protesta de los taxistas y los choferes de bus, se levantan los campesinos del Cauca y de Nariño contra las fumigaciones con glifosato, se combate en medio país. ¿Y qué hace el Presidente? Se dispone a aparecer ante sus compatriotas en el programa cómico de la televisión titulado Yo, José Gabriel.

Yo me dispongo, por mi parte, a verlo en mi televisor. Sé que aprenderé mucho sobre el funcionamiento de la patria.

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