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Bush el destripador

El sicópata asesino no es este señor Bush, ni su padre, ni el Congreso, ni la prensa, sino el conjunto de ciudadanos imperiales de los Estados Unidos

Antonio Caballero
26 de febrero de 2002

La polìtica exterior de los Estados Unidos puede ser la apropiada desde su punto de vista de única potencia imperial: consiste en someter al resto del planeta a sus intereses egoístas e inmediatos, por las buenas o por las malas, por la amenaza militar, por la presión comercial, por la manipulación de los organismos internacionales, por el juego de dados cargados de la diplomacia. Eso puede ser bueno, o malo: es cuestión de opinión. Pero lo que a nadie, ni a ellos mismos, les puede parecer cierto y verdadero es lo que dicen sobre su política exterior: que está concebida para ayudar al resto del planeta a ser libre, rico y feliz. Lo quieren sumiso, pobre e infeliz.

Un estadista inglés del siglo XIX pudo decir que su país había conquistado el mundo “en un momento de distracción”. Los Estados Unidos lo han hecho, desde los días de Thomas Jefferson, en un largo ejercicio de hipocresía.

Acaba de gritar ante el Congreso el presidente George W. Bush un discurso sobre el Estado de la Unión que ilustra perfectamente lo anterior. Habló del “Eje del Mal” constituido por los nuevos enemigos del “Imperio del Bien”, o sea, de los Estados Unidos. Porque el Imperio, para seguir siendo “del Bien”, necesita enemigos malignos, como Dios necesita a Lucifer. Y hundido hace 10 años el bloque comunista, que era por definición el “Imperio del Mal”, tiene que encontrar o inventar otros. Los narcotraficantes suramericanos no dieron la talla. La pobre Nicaragua, a la que hace 15 años Bush padre acusó de ser una “amenaza”, menos aún. Al Qaeda, la organización terrorista de un pintoresco millonario saudí, por mucho que la inflen no resulta verdaderamente seria ni siquiera para ser uno de los enemigos de tira cómica de Superman o de Batman: el ‘Pingüino’ o Lex Luthor. Por eso surge ahora el “Eje del Mal”, constituido por Corea del Norte, Irak e Irán, y acolitado por media docena de países que se defienden de la agresión norteamericana (Siria, Libia, el Sudán, la Venezuela del coronel Hugo Chávez, la Cuba de Castro, la pobre cosa palestina de Arafat). Son, en la definición del gobierno norteamericano, “rogue states”, o “países matones”. Sobre ellos ladró Bush en su discurso lo siguiente:

“Corea del Norte es un régimen que se está armando con misiles y armas de destrucción masiva”. Sí, pero no en la escala en que lo están haciendo los propios Estados Unidos. En ese mismo discurso, Bush le pidió al Congreso un aumento del 15 por ciento del presupuesto militar norteamericano actual, que es de 396.000 millones de dólares anuales: y el aumento por sí solo debe ser 10 veces mayor que el monto de los gastos militares sumados de los tres países del “Eje del Mal”. En cuanto a lo de las “armas de destrucción masiva”, de todos los países que disponen de ellas, que son una docena —desde Inglaterra y Francia hasta Israel y la India—, sólo uno los ha usado: los Estados Unidos.

“Irán busca agresivamente estas armas y exporta el terrorismo”, dijo Bush. Sí, también. Pero tampoco en la escala mundial en que lo han hecho desde hace 50 años los Estados Unidos: en Asia, en Africa, en América Latina.

Añadió Bush: “El régimen iraquí ha complotado para desarrollar ántrax, y gas nervioso, y armas nucleares, por más de una década”. Sí. Y los Estados Unidos lo han hecho por más de cinco décadas (y las han ensayado en sus propios ciudadanos, como lo reveló hace dos años una investigación ordenada, en su aturdimiento, por el mismísimo presidente de los Estados Unidos Bill Clinton).

El discurso de Bush, que duró 50 minutos, fue interrumpido por nada menos que 70 ovaciones por parte de los miembros del Congreso norteamericano que lo escuchaban. Porque el presidente no es un loco solitario, uno de esos asesinos sicópatas a que nos tiene acostumbrados el cine de Hollywood, sino que encarna verdaderamente la visión que tienen de sí mismos y del resto del mundo los gobernantes de los Estados Unidos. Y también sus ciudadanos, a juzgar por el apoyo del 86 por ciento que recibe el presidente en las encuestas para su vesania guerrera y homicida. Una visión de destrucción piadosa del mundo entero y ajeno que se expresa de todas las maneras posibles: la negativa a firmar los protocolos de Kioto sobre protección de la atmósfera y la naturaleza, el veto a la constitución de un tribunal internacional para juzgar los crímenes de lesa humanidad, la violación de las resoluciones de las Naciones Unidas, el rechazo de los fallos del Tribunal Internacional de La Haya, la criminal y fallida, pero muy rentable para ellos, guerra contra las drogas que han impuesto en todos los países de la tierra, amigos o enemigos, desde Colombia hasta Afganistán. Y el cine de Hollywood. Y las tiras cómicas de Batman y Superman. El sicópata asesino no es este señor Bush, ni su padre que también fue presidente y bastantes países destruyó, ni todos sus predecesores, ni el Congreso y la prensa: sino el conjunto de los ciudadanos imperiales de los Estados Unidos.

Hay excepciones, claro. El ensayista político y lingüista Noam Chomsky, por ejemplo, sugiere que si los Estados Unidos de verdad quisieran acabar con cosas como el terrorismo o las drogas debieran empezar por bombardear a los Estados Unidos. Pero la abrumadora mayoría de sus compatriotas no ve las cosas así. Cree que es mejor acabar primero con el resto del mundo.

Jack el destripador, aquel famoso asesino del siglo XIX que mataba mujeres en las calles de Londres, se veía a sí mismo como un filántropo. A Bush le pasa lo mismo.

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