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Mala prueba inicial para Bush. Aunque el país se solidarizó con su presidente, el mundo se conmovió más con la firmeza de Tony Blair

Semana
15 de octubre de 2001

Un jumbo japones se estrella contra el Capitolio en Washington y deja muertos al presidente, sus ministros, la mayoría del Congreso y los altos mandos militares. El virus del ebola ha impregnado al país, en un inimaginable episodio de terror político y desastre global.

Lo único que no se le ocurrió, fue que unos terroristas internacionales pudieran utilizar vuelos comerciales de pasajeros como bombas.

Conclusión del autor de esta novela, Tom Clancy, Ordenes ejecutivas: “Estados Unidos, una nación decente confrontada con frecuencia por Estados al mando de hombres inmorales, requiere una defensa vigorosa, pero pronto carecerá del suficiente poder militar para la tarea”. (El libro es catalogado como pésimo por la crítica y por el querido amigo que me lo prestó, y con razón).

A Clancy, detestable best-seller, le tocó aparecer la semana pasada por todos los medios audiovisuales de Estados Unidos para aclarar que su más reciente creación literaria, accidentalmente equivalente a la tragedia de las Twin Towers, no era un libreto de lo que sucedió.

Pero de las coincidencias con la realidad no se libra ni siquiera la película 4 de julio, día de independencia, en la que, cual perverso presagio, desde la Casa Blanca para abajo decenas de centros de poder o símbolos arquitectónicos del mundo se derrumban como castillos de naipes por cuenta de un ataque terrorista de extraterrestres.

Todo el planeta —salvo algunos palestinos envenenados por una confusa geopolítica norteamericana y, supongo yo, los miembros de las Farc en el Caguán—, observó con horror esta agresión terrorista, no contra Estados Unidos sino contra la humanidad: tal y como debe ser entendido el terrorismo, sin fronteras, como un enemigo mundial, y no como se ve en Belfast, a través de la BBC de Londres, o en Barcelona, a través de la TV española, o en San Francisco, Antioquia, Colombia, a través de Caracol o RCN.

Pero a diferencia del aterrador episodio de la semana pasada en Estados Unidos, tanto en el libro de Clancy como en la película de los marcianos del Día de independencia, hubo presidente de Estados Unidos.

En el libro nombran interinamente al vicepresidente. En la película es el propio presidente el que asume la dirección de las fuerzas militares contra los invasores del espacio.

¿Y qué hace el presidente de la vida real, George W. Bush? Ante la sospecha de que uno de los aviones secuestrados estaba dirigido contra la Casa Blanca sale corriendo y, después de sobrevolar como un zombi el espacio aéreo norteamericano, se esconde en Louisiana, hasta que un asomo de valentía lo ilumina para dominar el cuasisecuestro de sus fuerzas de seguridad, para hacer acto de presencia a través de un flojísimo discurso televisado.

Mala prueba inicial para Bush. A pesar de que el país entero se solidarizó con su presidente, el mundo se conmovió más con la firmeza de un Tony Blair, que no perdió un instante en salir a liderar el mundo antiterrorista. Los más malos del mundo repudiaron el ataque contra Estados Unidos: desde Fidel Casto, pasando por Arafat, el canciller de Kabul y los mandos talibanes, terminando en el tenebroso Osama Bin Laden (según el humor bogotano, “fue el barbuchas el que lo hizo todo”).

¡Qué contraste con el alcalde Giuliani, de Nueva York, a quien si no quitan a la fuerza de debajo de la primera torre gemela, hoy sería historia patria!

Pero además del secuestro del presidente de Estados Unidos, al Congreso también lo evaporaron como por arte de magia. El coloso del mundo sufrió un vacío de poder durante horas clave de la crisis que cambiará la historia en dos, aun más que lo que evidenció la vulnerabilidad de su territorio.

A muchos —la mayoría absoluta— de los colombianos, se nos desgarró el corazón de solidaridad con los norteamericanos a través de las imágenes de la destrucción de sus vidas y sus símbolos. Y la pregunta obvia surge: ¿cómo le va a Colombia en esta terrible desgracia?

La respuesta de los expertos es unánime: la imagen de los colombianos boquiabiertos del terror ante la devastación de un ataque terrorista —un carro bomba, una pipeta de gas contra un pueblo inerme, y la última modalidad de gases venenosos contra la autoridad— ya no será propiedad exclusiva de una Colombia ajena, lejana, culpable, fastidiosa, narcotraficante, corrupta y agonizante.

Con el corazón en la mano, que el colapso de las Torres Gemelas le diga algo al mundo de lo que Colombia sufre sola.

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