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Calígula, alcalde

Ojalá pueda, dentro de otros tres años, decir que Mockus fue tan bueno en su nuevo período de alcalde como Peñalosa, o Nerón en sus tiempos

Antonio Caballero
19 de febrero de 2001

Hace tres años, cuando empezó el peñalosato, escribí aquí un artículo titulado ‘Nerón, alcalde’, en el que criticaba a Peñalosa por su ferocidad para con los vendedores ambulantes arrojados a las fieras. La crítica sigue en pie, y creo que de los vendedores no quedan ni los huesos mondos y lirondos. Pero por otra parte y pese a ese y a otros excesos neronianos, Enrique Peñalosa terminó siendo un gran alcalde de Bogotá. Como, por otra parte, el muy denostado emperador Nerón fue en fin de cuentas un excelente alcalde de Roma.

El otro día monté en un bus del Transmilenio, y…

Pero no: hablaré de eso en otra ocasión. Esta columna tiene por tema a Antanas Mockus. Ojalá pueda, dentro de otros tres años, decir que también Mockus fue tan bueno en su nuevo período de alcalde como Peñalosa en el suyo, o Nerón en sus tiempos. Ojalá. Pero por ahora, en los 15 días que lleva, lo que tenemos en Bogotá es una copia fiel de Calígula, emperador y payaso.

No lo digo por su apariencia física: aunque lo cierto es que su barbita en collier y ese peinado hacia adelante de falso niño ingenuo recuerdan notablemente los arreglos capilares del emperador demente; y aunque no me sorprendería que, como él, Mockus calzara sandalias: las famosas caligae de legionario que le dieron su apodo juvenil a aquella fiera. Lo digo por su anunciado toque de queda para varones destinado a que en Bogotá “las mujeres salgan a rumbear solas”. Porque, argumenta el alcalde, “las mujeres se matan mucho menos”. Lo cual es sin duda un hecho estadísticamente comprobable. Pero desdeña Mockus, en su delirio, que para la mayoría de las mujeres la rumba implica hombres.

Digo delirio por respeto hacia nuestro nuevo emperador: pero debería decir simplemente imbecilidad. Sí: el poder imbeciliza. Y el poder absoluto, como por lo visto cree Mockus que es el suyo (ya andan revueltos los juristas alegando violaciones a los derechos fundamentales), el poder absoluto enloquece, como enloqueció al joven y sensitivo emperador Calígula. Como él, Mockus trata a sus gobernados como un niño a sus juguetes. Y de la misma manera que no me sorprendería lo de las sandalias, tampoco me extrañaría que su lema de gobierno fuera la frase famosa de ese mismo tirano loco según la cual “el pueblo debería tener una sola cabeza para poder cortarla de un solo tajo”.

Hay quienes llaman a Mockus nazi y fascista. No creo que lo sea. El nazismo y el fascismo, con su Fuhrer y su Duce a la cabeza, se basaban en la existencia de un partido y de un pueblo. Mockus no cree necesario un partido, como lo muestra el hecho de que el que llegó a fundar —y al que le puso el aterrador nombrecito de ‘partido visionario’— lo abandonó de inmediato para sustituirlo por su propio nombre, por su nombre propio. Y en cuanto al pueblo (el bogotano, al menos), tanto en su mandato pasado como en el que acaba de empezar ha demostrado de sobra que le importa un comino: para él se trata de una simple abstracción para encajar en su rompecabezas de niño matemático, o de un mero rebaño al cual se maneja a palos mientras se lo distrae con elefantes y payasos. Porque ustedes habrán notado que, salvo sus exhibiciones de circo —desde su boda bajo una carpa hasta su arrodillamiento en presencia de fotógrafos delante de las mujeres nombradas y destituibles por él mismo—, todos los actos de gobierno de Antanas Mockus han sido prohibiciones.

Lúdico, dicen. Didáctico, dicen. Lúdico-didáctico. Las dos palabras, pretenciosas en sí mismas, encarnadas en un gobernante se vuelven resueltamente peligrosas. Gobernar no es un juego, doctor Mockus.

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