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CAMBALACHE...

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9 de septiembre de 1985

El conde Tolstoi, que es uno de los más grandes novelistas de la historia, y que sin embargo no ganó jamás el Premio Nobel a causa de la mezquindad ajena, solía decir que el hombre adquiere dimensiones verdaderamente universales cuando aprende a describir su aldea. El concepto del mundo no consiste en conocer de memoria la dirección de las tiendas de modas de París ni en desenvolverse por las callejuelas de Nueva York como pez en el agua, sino en tener la sensibilidad suficiente para transmitirles la vida de Tocancipá a quienes nunca han visto ese pueblo. El universo, al fin y al cabo, no es un catálogo de agencia de turismo.
Hay un ejemplo manido, trillado, manoseado, desgastado por el uso y el abuso, pero sigue siendo el mejor de todos: se trata, naturalmente, de Macondo, esa insuperable versión bananera de la "aldea universal" de Huxley, donde conviven como en una retorta las pasiones, los amores y rencores, la grandeza y el esperpento, lo miserable y lo sublime, la fauna humana suelta sobre la tierra con sus defectos y virtudes. Generalmente ganan las virtudes, no sólo en las malas películas sino en la realidad, y por eso sobrevive la especie. Lo contrario sería como darle la razón para siempre a la alegoría bíblica sobre Sodoma y Gomorra. Como admitir que estamos condenados, irremediablemente, a un baño de fuego y de azufre. A desaparecer. Jenofonte decía que el hombre casi siempre es más bueno que malo, no tanto por motivos morales, sino por instinto de conservación.
Ya sé que hoy amanecí sombrío. Meditabundo. Y que este cuento va saliendo muy solemne y rebuscado. Pero es que estoy triste. Una preocupación me cruza, como un ramalazo, por la cabeza. Resulta que desde hace mucho tiempo abandoné la vida social. Salí corriendo, como ánima en pena, de fiestas y celebraciones; Después de asistir a todos los cocteles, a cuanto jolgorio se presentaba, a bares y cantinas, terminé descubriendo que el único lugar placentero que hay en esta vida es la casa de uno, la cama de uno, la toalla de uno, la familia de uno, la mesa de uno.
Esa existencia de anacoreta tiene, sin embargo, algunas desventajas para quien vive de las noticias, del diálogo con la gente de la comunicación. Grandes primicias han salido de un coctel aburrido. Fue por eso que decidí volver a ciertos convites y determinadas reuniones.
Y ahora lo lamento. Me arrepiento. Porque veo que este país está perdiendo algo que parecía natural y que se daba por descontado: es lo que las abuelas y los decretos de los alcaldes llamaban "las buenas costumbres".
En un ágape departen algunas personas. Conversan un senador, una señora decente, dos periodistas y un gerente bancario. Me acerco a ese grupito para compartir la charla.
-Ese es el tipo más inteligente de Colombia -dice uno de ellos, refiriéndose a alguien que no identifico-.
-No sólo inteligente sino genial -agrega otro contertulio- Deberían nombrarlo ministro de Hacienda.
-De acuerdo -añade un tercero, con un vaso de whisky-. Ese Soto Prieto es el tipo más importante del país.
Saludo brevemente y me retiro. Más allá, en medio de murmullos, otros invitados hablan de un amigo común, que fue un ministro importantísimo hace pocos años, que fue también gobernador y parlamentario.
-Le embargaron la casa -chismosea una muchacha- el banco se la va a quitar porque debe un millón de pesos.
-¡Qué tipo tan pendejo ese! -sentencia un banquero-. Llegar a semejantes posiciones y salir sin un centavo...
-Sí, señor -agrega alguien-. Se merece su suerte.
Disimuladamente voy poniendo mi vaso en un aparador y desaparezco. Gano la calle y me pongo a reflexionar mientras marcho a mi casa. ¿De manera que eso es lo que piensa la gente? ¿De modo que ahora, como en el tango de Discépolo, los ladrones nos han igualado y da lo mismo ser derecho que traidor?
Ahora comprenderan ustedes por qué ando sombrío y melancólico. La admiración se reserva ahora para prodigársela a quienes delinquen, al que se apropia de lo ajeno, al que se alza con lo que no es suyo. Y el idiota, el majadero, el pobre diablo, es el otro. La honradez ya no es una virtud sino una lacra. Es una carga pesada. Es un lastre.
El que se pasa de listo merece honores y reconocimientos. Se le elogia. Se le consagra con el asombro público. Es el ejemplo que merece ser imitado. Al honesto, en cambio, se le mira con displicencia, con sorna, es blanco de las burlas. Los limpios de corazón ya no tienen cabida sino en los sermones y en los cementerios. Por eso es que nuestro país -"la patria" de que habla frecuentemente el presidente Betancur- se aleja cada vez más de la "aldea universal" que éramos, regida por la ley y por el santo temor de Dios. Nos hemos vuelto permeables al delito, al golpe de mano, al imperio de la astucia.
La lealtad es una estantigua, una sombra del pasado, un trasto viejo. Lo admirable hoy es el latrocinio y el secuestro. Duele tener que reconocerlo, pero Soto Prieto se llevó algo mucho más valioso que 13.5 millones de dólares: se alzó también con la pureza de nuestra alma...

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