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Carta a Juan Gossaín

¿Qué sacamos con revelar rumores sobre episodios íntimos de los secuestrados, a sabiendas de que es un irrespeto con ellos y con los que aún se pudren en la selva?

María Jimena Duzán
19 de julio de 2008


Apreciado Juan:

No hay en el país un periodista que infunda más respeto que tú, Juan. Les has cantado la tabla a todos los poderes, sean estos santos o no santos y tu celo por la ética te ha convertido en un referente obligado para muchas generaciones de periodistas.

De ahí mi asombro por lo que sucedió el 11 de julio por la mañana en tu emisora. Ese día entrevistaste a Clara Rojas y para mi sorpresa -y la de ella-, entraste en terrenos íntimos en los que ningún periodista había entrado. Le preguntaste si era cierto un rumor -tú que siempre has evitado los rumores en el periodismo-, un rumor, además macabro y denigrante, que Clara negó de un tajo, según el cual, ella, en un momento de desesperación, habría intentado ahogar a su hijo Emmanuel en un río y que Íngrid Betancourt heroicamente se lo había quitado de las manos. "Eso son especulaciones", fue la respuesta que te dio Clara con una voz desajustada, casi al borde del llanto.

Para mi sorpresa, tú no le creíste y volviste a preguntarle si era cierto que ella había intentado ahogar a su hijo. Se lo preguntaste sin titubear, como si se tratara de una inquietud periodística, cuando en realidad no lo era. "Yo he tratado de ser muy cuidadosa con lo que hablo del secuestro… ¡Casi pierdo la vida!, ¡casi la pierde mi hijo!…", te respondió en un momento dado, implorando clemencia, pero tú no la escuchaste y seguiste preguntándole por cosas que a ella la herían.

Te confieso: al Juan Gossaín que preguntó en esa entrevista radial casi no lo reconozco. No hubo frontera que te retuviera -tú que siempre has respetado las líneas entre información, fábula y morbo- y te las ingeniaste para llegar hasta el más hondo rincón íntimo de Clara Rojas transgrediendo una a una todas las máximas del periodismo serio, el mismo que tú pregonas: intentaste, de manera infructuosa, que ella te diera la chiva del nombre del padre de Emmanuel -"No lo he dicho y no lo he querido decir hasta ahora", te contestó de maneja tajante-, llegaste incluso a cuestionarla por no haberle contado a su hijo quién era su padre, en una actitud abiertamente patriarcal que me reveló cierto tinte machista que no te conocía:

"Doña Clara, una inquietud final -le preguntaste-: qué pasa si el niño le dice: mamá: ¿mi papá quién es, como sucede con todas las familias normales?"

Clara Rojas te respondió, con una frase de cajón: "Cada día trae su afán", pero estoy casi segura, sin conocerla, de que hoy debe estar arrepentida por haber sido tan diplomática, por haberte dejado que entraras como entraste en su intimidad de madre y la juzgaras de manera tan ligera ante la audiencia radial.

Yo te pregunto, Juan, con el respeto que me mereces: ¿Por qué es relevante para los colombianos saber el nombre del padre de Emmanuel, si Clara Rojas no quiere decirlo? ¿Qué sacamos con revelar rumores sobre episodios íntimos de los secuestrados, a sabiendas de que es un irrespeto con ellos y con los que aún se están pudriendo en la selva? ¿Acaso lo hacemos para satisfacer las necesidades del morbo nacional, como opina María Isabel Rueda? Te pregunto, Juan: ¿Con qué derecho los periodistas irrumpimos en la órbita íntima de las víctimas de este conflicto sin que la nuestra entre en el baile? ¿Por qué, entonces, no terminamos hablando de tu intimidad o de la de otro periodista?

Clara Rojas no era ni es cualquier persona, Juan. Tú entrevistaste a alguien que acaba de salir de siete años de cautiverio a manos de las Farc, que fue ultrajada en su integridad y que prácticamente volvió a respirar como nosotros hace unos pocos meses. Semejante drama no puede ser más revelador que la petite histoire de cada uno de ellos, la cual debería quedarse en la selva, como bien lo ha dicho la propia Íngrid Betancourt.

En una sociedad degradada por la guerra siempre existirán los luis eladios pérez. Es decir, los personajes que sin quererlo transgreden sus propias fronteras y terminan atrapados en sus tragedias. En su libro y en sus entrevistas, Luis Eladio se ha ensañado más contra sus compañeros de cautiverio que contra sus victimarios. También sobran los periodistas reconocidos por su adicción al morbo, interesados en espulgar las órbitas íntimas de las víctimas del conflicto. Otra cosa muy distinta es que un periodista como tú, reconocido por su pulcritud informativa y por saber cuáles son los terrenos que hay que cruzar para contar una historia relevante, tome ese rumbo.

Esta carta la escribo con el alma arrugada, por el cariño y el respeto que tengo. Si tú traspasas esa frontera, ¿qué no podrán terminar haciendo los cientos de reporteros que han soñado con llegar a ser como Juan Gossaín?

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