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Cerrar el Congreso

La otra opción de un Congreso corrupto es un poder unipersonal, sin controles políticos

Semana
24 de abril de 2000

Llega a su límite la paciencia de los ciudadanos con la corrupción del Congreso, llevada a extremos delirantes por la acuciosidad de algunos colegas del periodismo (*). Es muy posible que ya se esté diciendo, lo que tantas veces se repite, que hay que cerrar el Congreso, o sea, vender el sofá, porque de todos modos resultó imposible cambiar el comportamiento de cuantos se asientan en él.

Es más o menos el mismo criterio de los desesperados con las interminables negociaciones de paz, con los implacables secuestros, con un guerrear amargo y despiadado, cuando no francamente criminal. Esta desesperación lleva a otros, o a los mismos, a decir: hay que hacer la guerra, no la paz. Hay que enfrentar de una buena vez a los violentos, con la violencia de una guerra defensiva, que acaba siendo ofensiva y destructora, como es propio de cualquier conflicto armado.

Creo yo que ni lo uno ni lo otro. Cerrar el Congreso, con sus contratos maliciosamente fraccionados y de vísperas de vigencia, con su turismo y sus clientelas, aparte de ser un imposible constitucional, llevaría, por la vía de un golpe de Estado, al poder unipersonal, sin controles políticos. Y es el otro extremo de las opciones.

Prefiero un Congreso con sus lentas sesiones, llenas de formalismos, meciéndose permanentemente entre el bien y el mal, haciendo leyes, como si se tratara de una producción en serie, por la cual se midiera su eficiencia, lo prefiero a la autonomía de una dictadura de las que se están poniendo de moda en Latinoamérica, disfrazadas de reelecciones y plebiscitos.

Qué tal un Peñalosa, para insistir en el ámbito urbano —y eso que tiene un Concejo que lo debería controlar— construyendo trancones y calles, como a bien ha tenido. No quiero ni imaginarme un presidente de ese estilo (elogiado con tanta zalamería), que no mira de frente a los congresistas que lo citan, sino que se enfrasca en sus propios papeles, con infinito desprecio por la opinión de sus oponentes democráticos.

Qué tal que el ministro Martínez Neira, con su facilidad de dicción y claridad expresiva, no tuviera que batirse, a garganta desenfundada, con la deliberación de los parlamentarios. Eso desgasta, es verdad, pero es de la esencia misma del poder compartido con otras ramas del Estado, en la fórmula, hasta ahora no superada, de Montesquieu.

Y qué decir de la guerra. Aún no sabemos lo que es una guerra. Un mero apagón hemos vivido, como consecuencia de la voladura de torres eléctricas. Pero puede llegar, por la misma vía del terrorismo, la voladura de los puentes, el aislamiento y desaprovisionamiento de las ciudades, la escasez y el cierre de tiendas y supermercados, aparte de noches de San Bartolomé y atrocidades propias de un enfrentamiento descontrolado.

La guerra hay que evitarla a toda costa. Es lo que en el fondo piensan los dirigentes de este país, a los que uno no entiende cuando los ve humillarse ante el rey del Caguán. Algo de dignidad sí ha faltado y mucho de temor se ha dejado ver, pero la razón los asiste, cuando piensan que cualquier cosa hay que hacer antes de que se desate la confrontación más cruda y resuelta. La guerrilla se apertrechará en sus zonas de distensión, de donde no saldrá nunca, y el Ejército nacional no dejará de acudir a la ayuda logística, estratégica y efectiva del país del norte, y en los comandos alejados, al apoyo de los grupos de autodefensa, con su sin límite de bárbaros procedimientos.

Sería el llanto y el crujir de dientes. Volarían las avenidas de Peñalosa, aunque, para su satisfacción, dejarían de rodar también los autos contaminadores. El hambre de los desposeídos arrebatará con furia las provisiones de unos pocos. Las colas no serán para el transmilenio, sino para los mercados que, por puente aéreo, nos envíen los países ‘donantes’ y misericordiosos, a través de la CRIC.

El horror, dirán las señoras encopetadas. ‘Juelita’, expresarán las marchantas de la plaza de mercado. No llegaría la guerrilla a comandarnos, pero sí mi general Wilhelm y a los insurgentes refugiados en las embajadas, incluida la del Vaticano, los sacarán por la fuerza los verdes de los grupos especiales (antes marines).

Colombia será entregada a un gobierno colegiado compuesto por Pastrana, Uribe Vélez, un Santos cualquiera (¿Juan Manuel?), Noemí Sanín y C. Ll. de la F., que es un duro. Quíntuples que estarían presididos por el McArthur de la ocupación de este Japón de Suramérica, mi general Charlie Wilhelm, del Comando Sur.

Quedémonos, pues con el Congreso dilapidador y con la exasperante paz del Caguán, mientras los secuestrados (y no sólo Guillermo Cortés) reciben agua y sal para sobrevivir, en tanto puedan regresar a sus empobrecidos hogares, con algo de vida.



(*)En los escándalos del Congreso se involucran nombres con demasiada facilidad. El 11 de marzo, el diario de Jimeno y C. Ll. de la F. trae a cuento la pensión del ex embajador y ex parlamentario Alberto Rojas Puyo, sobreviviente físico de la UP. Conozco su precisa carta de rectificación, que no ha visto la luz, como no la ven las rectificaciones del candidato Serpa. La pulcritud de Alberto Rojas no puede quedar en tela de juicio, por el desmedido celo de colegas, y es a lo que me refiero.>/i>