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CHINACOTA, LA TRAMPA DE LA NOSTALGIA

Lo que le ocurre a uno, vena arriba, cuando aparece una banda de Ocaña tocando "La vaca vieja"

Semana
19 de noviembre de 1984

Cuando yo era niño, y de eso hace ya tantos años que en esa época el tacón de los zapatos se usaba adelante, mi compadre Angel Racine ponía su mesa de bagatela en la plaza principal de San Bernardo del Viento. Eran los días radiantes de agosto, durante la fiesta anual del santo patrono, y Carmela Villa bailaba fandango dando vueltas en torno a la banda de músicos. Carmela se tachonaba la cabellera y el pecho con unas flores rojas llamadas arrebatamachos, de las cuales la gente decía que eran perversas porque su fragancia enloquecía a los hombres.
El aire de la noche, mezclado con los ruidos que venían del puerto, olla a sudor de hembras, a infusiones humanas y a la cera derretida de las espermas que chisporroteaban al compás de la cumbiamba. Recuerdo a un pobre cachaco que se metió a bailar una vez en el fandango, sin saber de qué se trataba el asunto, y tuvieron que sacarlo a los cinco minutos con la espalda desollejada y el pelo quemado.
Mi compadre Racine era un hombre descomunal, que caminaba con la misma paciencia de un pavo, y tenía siempre en la cara una mueca de ironía. A mí me parece que vivía burlándose de la gente. Su bagatela era un cuadrado de madera muy hermosa y pulida, taponado con un barniz brillante, que tenía 36 números. Mi compadre Racine pulla la madera con un panola de joyero. Desde lo alto de una silla papal soltaba una bola de billar reluciente. El hueco en que caía la bola era el ganador. La gente apostaba en un tapete verde.
Por aquellos años felices no había luz en San Bernardo del Viento. La electrificadora de Córdoba no había llegado con sus grandes camiones y sus hombres con espuelas que se subían a los postes. Por eso, para iluminar la bagatela, mi compadre Angel se compró una lámpara de gasolina "Coleman", alemana legítima, con una caperuza de gas. La ceremonia de cebar la lámpara para que diera lumbre era un espectáculo público.
La gente se reunía junto a mi compadre, tratando de mirar por encima del hombro ajeno, a eso de las seis de la tarde. A las siete de la noche la caperuza empezaba a encenderse, paulatinamente, y la gente aguantaba el resuello en medio del prodigio. Cuando por fin toda la plaza se llenaba de una luz blanca, la multitud aplaudía y mi compadre Racine se moría de la risa.
Hoy, muchos años después, me he acordado de él y de su lámpara de maravilla. Pero he recordado, sobre todo, su bagatela de números verdes. He venido hasta un pueblo del Norte de Santander, llamado Chinácota, y de repente me encuentro en la plaza principal una bagatela como la de mi compadre. Un hombre al que le falta el brazo izquierdo hace girar la ruleta con la misma mano con que --todo al mismo tiempo-- reparte las fichas come un pedazo de pollo cubierto de grasa, recibe los billetes y espanta a los muchachos necios.
Se celebra una feria en este pueblo hermoso y tranquilo, construido en un valle rodeado de montañas. La gente baila en plena calle. Los que están muy niños o muy viejos se dedican a tirar al blanco. Creo que se me va a salir una lágrima de nostalgia, madrecita mía. Esto es como era San Bernardo del Viento en los tiempos de mi compadre Racine y su linterna alemana. Bendito sean estos pueblos donde los dueños de las casetas y las juntas directivas de los clubes sociales no han podido dañarlo todo, llevandose el festejo de las calles para sus recintos cerrados. Si por mí fuera, los meterla a todos en la carcel. Clubes y casetas: majaderías. La fiesta verdadera está aquí, en medio de esta señora gorda que vende gallitos de barro hechos por ella misma, y en medio de la muchacha olorosa a jabón de monte que ofrece rebanadas de jamón casero.
Pasan bailando las danzas folclóricas que vienen de Durania. Los muchachos tocan "Las Golondrinas" mientras las mujeres hacen flequetear en el aire, como una cuchillada, el borde de los pollerines. Y detrás de ellos, en este desfile de aldeas y caserlos, una simulación de los campesinos de Chiquinquirá que al compás del torbellino llevan en andas una procesión de la virgencita a la que piden que les bendiga su unión.
Para que esta trampa que me ha tendido la nostalgia sea completa --me digo para mis adentros-- sólo falta que pase, atronando el aire con la bullaranga del porro, la "Banda Trasnochaperros", que en San Bernardo del viento llamaban así porque ensayaba de noche y despertaba a los animales que se dedicaban a ladrar hasta por la mañana, dañándole el sueño a todo el vecindario.
No parece la banda, pero en el alba, cuando estas breñas de los santanderes se tiñen de rosado, pego un salto en la cama. De lejos viene el eco de un vallenato inolvidable: "Tengo pena con compadre Chemo, tengo pena porque yo no fuí..."
Los del conjunto son estudiantes de bachillerato de Pamplona y Chinacota. A lo mejor no han visto jamás un grano de la tierra de Valledupar. Pero es que la patria tiene esas gracias. Un vallenato en el amanecer de la montaña. Para qué les cuento. Ustedes no saben lo que le corre a uno, vena arriba, cuando por una callecita del pueblo aparece una banda de Ocaña tocando "La vaca vieja". Los músicos sudan. La gente aplaude. Y detrás pasa una bandita pequeña pobre, con sólo ocho integrantes. Sólo ocho, pero son el padre, la madre, dos hermanas y cuatro hermanos.
Y en medio del gentio que recorre el pueblo en la caravana de las carrozas con las reinas de belleza del departamento, va un hombre rubio, medio calvo, abochornado por el calor del mediodía, colorado como un camarón, gritando: --¡ Vivak Pamplonak!... ¡Vivak Pamplonak.!
Es alemán. No necesita la botella de aguardiente hirviendo que lleva en la mano para hablar atravesado. Es el mono Bochmann. Vino a Colombia hace treinta años, huyendo de la barbarie nazi, y se quedó a trabajar en Pamplona. Una hija suya es candidata. Y eso hace el milagro: un alemán, que parece descendiente de los más viejos nibelungos, gritando vivas en una calle de un pueblo llamado Chinácota.
Un día de éstos, para que el portento se nivele, veremos a un tipo de Sincelejo gritando tras su hija en las calles de Baviera: --¡Viva Munich, carajo!
No. Eso nunca será posible. Porque los alemanes no tienen bagatelas. Ni bandas que toquen porros. Porque en fin, los alemanes no saben de lo que se pierden...--