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Cinco lecciones

No podemos esperar la erradicación de la pobreza, ni la superación de las desigualdades sociales para dejar de matarnos.

Daniel Coronell
20 de octubre de 2012

La verdad es que esto arrancó mal. Las Farc llevaron a Oslo el mismo discurso del Caguán, de Tlaxcala y de Caracas. Pretenden imponer en la mesa lo que nunca lograron ganar con las armas. El larguísimo memorial de peticiones irredentas y la negación de cualquier responsabilidad por parte de la guerrilla, no permiten pensar que esta vez sí vayan en serio.

Las decepciones del pasado dejan lecciones que quizás sirvan para dosificar la esperanza y probablemente también para salvarla.

La primera lección es que la negociación debe tener plazos claros.

La extensión indefinida de los diálogos termina matándolos. El contraste entre las conversaciones de paz y las acciones de guerra le quita el piso político a los procesos de paz y desprestigia inexorablemente a los gobiernos que persisten en ellos. Un cronograma público y verificable es necesario.

En el pasado la dilación le ha servido a la guerrilla para ganar espacios políticos y reacomodarse militarmente. Es decir, para continuar la guerra y no para avanzar hacia la paz. Por eso el establecimiento de compromisos y términos no les gusta a las Farc.

En 1998 Raúl Reyes hablaba de la imposibilidad de establecer "plazos fatales" al proceso de paz. Ahora Iván Márquez invita a rechazar la "paz exprés", diciendo que solo conduciría a una nueva frustración.

Por el contrario, lo único realmente útil para evitar frustraciones es que el desarrollo del proceso comprometa a las partes con resultados en plazos establecidos y que los ciudadanos puedan saber si avanza o se estancó.

La segunda lección es que la solución de los enormes problemas sociales de Colombia, no puede ser el prerrequisito para lograr la paz.

Dentro de su propaganda justificadora, las Farc han repetido por años que la paz no es solo "el silenciamiento de los fusiles" sino, como lo acaba de reiterar Iván Márquez, "la solución de los problemas económicos, políticos y sociales, generadores del conflicto".

Nada más falso. No podemos esperar la erradicación de la pobreza, ni la superación de las desigualdades sociales para dejar de matarnos. Por el contrario, el cese de la violencia permitiría el uso de enormes recursos para solucionar esos problemas evidentes.

El argumento válido sería el opuesto: mientras no se silencien los fusiles no habrá recursos suficientes para lograr la anhelada justicia social.

La tercera lección es que el proceso de paz no es la paz misma.

No es razonable que los colombianos esperen que las Farc cesen sus acciones violentas o que el terrorismo desaparezca porque se han iniciado los diálogos.

La dura realidad indica que el cese de las hostilidades es un punto de llegada y no de partida en los procesos de paz. Por la misma razón, el Estado debe aumentar la presión militar sobre la guerrilla durante los diálogos. Los deberes del gobierno con la seguridad de los ciudadanos no desaparecen -ni quedan suspendidos- por el inicio de unas conversaciones con la guerrilla.

La cuarta lección es que no es sabio depender del enemigo.

El gobierno no puede apostar su supervivencia política al éxito del proceso de paz. La guerrilla no hará ninguna concesión para salvar a su contraparte. El eventual fracaso de un proceso de paz y el consecuente advenimiento de una nueva escalada de guerra no asusta a las Farc, cuyo negocio ha sido la violencia por casi 50 años.

Una delgada línea separa al sueño de la pesadilla y a la esperanza del desengaño. Le pasó a Andrés Pastrana en Colombia, le pasó a Ehud Barak en Israel y le pasará a Juan Manuel Santos si no procede dentro del mayor escepticismo.

La quinta lección es que -a pesar de todo- ninguna guerra puede ser eterna.