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Un voto a favor de Alí Babá

El clientelismo es, pues, el gansterismo estatal que articula a las grandes empresas con los partidos políticos. Y la política es hoy una mercancía que se vende como cualquier otro producto de consumo social.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
25 de octubre de 2017

Fue el argentino Juan Bautista Alberdi, autor intelectual de la Constitución Política de su país, quien señaló las diferencias entre los buenos gobiernos del norte de Europa y los malos del sur. Alberdi se atrevió a formular una hipótesis que, a mediados del siglo XIX, parecía sacada de las teorías bíblicas de los delitos sanguíneos: la corrupción que había echado raíces en América Latina la habíamos heredado de la cultura romana, pues la historia nos hablaba de esa profunda incapacidad de los funcionarios del Gran Imperio para fijar lo que pertenecía al Estado, lo que era de Dios y lo que era propiedad del gobernante, ya que el César representaba esa tríada.

En el relato que lleva por título Un día de estos, García Márquez recrea esta situación cuando el teniente que funge de alcalde del pueblo llega al consultorio del dentista, quien después de extraerle una muela en medio de esa tensión que representa estar en bandos políticos contrarios le pregunta si la cuenta del servicio se la envía a él o al municipio. “Es la misma vaina”, responde el militar.

Hace un par de décadas, el periodista y escritor cubano Carlos Alberto Montaner escribió un breve ensayó que tituló Las tres corrupciones, en el que retoma las hipótesis de Alberdi sobre ese mal que hoy sacude a América Latina y que para Transparencia Internacional, una organización encargada de investigar el manejo que de la cosa pública hacen los gobiernos, convierte a esta zona del mundo en una especie de cueva de Alí Babá. El asunto es el siguiente: en la escala de 1 a 10, donde 10 es la mejor puntuación, países como Dinamarca, Finlandia y Suecia alcanzan 9.94,9.48 y 9.35, respectivamente, y naciones como Venezuela, Colombia y Bolivia no logran el 2.0. Con excepción de Chile y Costa Rica, calificadas con 6.05 y 6.45, todos los demás países de la región se rajan.

Según el escritor cubano, la corrupción a la que hace referencia la organización internacional es aquella que es visible a los ojos de la ciudadanía: compra de sufragios y alteración de la inversión en las contrataciones de servicios. Pero hay otras mucho más sutiles e imperceptibles con apariencia de legalidad como las puestas en marcha por Odebrecht, los hermanos Moreno Rojas en Bogotá, las de Uribe con Agro Ingreso Seguro y la utilizada por algunos togados de las altas cortes y el mañoso exprocurador Alejandro Ordóñez, quien utilizó el poder que le confirió la Constitución Política de Colombia para atornillarse en su cargo y nombrar en puestos de importancia en el manejo de la administración de justicia a un grupo de cercanos y amigos. Lo anterior, por supuesto, llevó al enriquecimiento ilegal de un abanico de funcionarios, y cuando alguien se hace rico con los dineros del Estado no hay duda de que son muchos los que sufren por la falta de inversión en salud, educación, infraestructura y otros rubros destinados al servicio de las comunidades.

“El que paga para llegar, llega para robar”, nos recordaba hace poco en una entrevista televisiva el aspirante antioqueño a la Casa de Nariño Sergio Fajardo. El asunto no es nuevo, ya que invertir 6.000 millones de pesos para alcanzar alcaldías tan rentables como las de Bogotá, Medellín o Barranquilla lleva implícito la recuperación de la inversión. Mientras más dinero haya para la compra de favores, mayor será la posibilidad de llegar. Es decir, de hipotecar la futura administración. Y una administración hipotecada es propiedad de los inversionistas. Y los inversionistas son casi siempre poderosos empresarios o grupos políticos regionales con una gran influencia en la producción de bienes rentables. El listado es, por supuesto, largo, y lo compone una miscelánea que involucra a distintos sectores de la economía nacional que van desde empresas de comunicación tan populares como RCN y Caracol hasta aquellas de bajo perfil como las que reúne, por ejemplo, a los propietarios de taxis de una ciudad.

Para el abogado y analista político Gilberto Tobón Sanín, lo anterior se produce porque la estructura política del país está diseñada para tal fin. Utilizar los recursos de la Nación para comprar los favores de los electores y pagar a posteriori los aportes económicos de la campaña es, en término generales, un negocio. Y todo negocio implica una inversión. Los cinco o seis mil millones de pesos que desembolsa un aspirante al Senado de la República no puede leerse como un acto altruista de alguien que desea el bienestar de su comunidad. El capitalismo no funciona así porque ningún negociante invierte para perder. Y los ciudadanos, generalmente, no leen la letra menuda. Es decir, lo que está detrás de un hecho como alcanzar la Alcaldía de una ciudad importante o una curul en el Congreso. Nadie se pregunta, por ejemplo, cuántos trabajadores de las empresas del clan de los Char en Barranquilla fueron obligados a acudir a las urnas bajo la amenaza de perder su puesto. O cuántos millones invirtieron los García y el Turco Ilsaca en la campaña de Manuel Vicente Duque a la alcaldía de Cartagena de Indias.

La inversión que realizan empresas de comunicación tan importantes como RCN o Caracol a las campañas presidenciales o a la Alcaldía de Bogotá siempre se les devolverá con sus respectivos intereses bajo el rótulo de contratos publicitarios. Nadie, repito, invierte un capital económico importante para perderlo. El clientelismo es, pues, el gansterismo estatal que articula a las grandes empresas con los partidos políticos. Y la política es hoy una mercancía que se vende como cualquier otro producto de consumo social.

Desde este punto de vista, la democracia en el país sigue siendo una utopía, el sueño de una sociedad sumida hasta el cuello en una podredumbre que hunde sus raíces, según gaucho Alberdi, en el mismo momento en el que Gran Imperio Romano puso su bota conquistadora en la Península Ibérica, y que por contigüidad axiológica hizo su transbordo al Nuevo Continente. Sin embargo, esto no explica por qué hay países de Europa y América con un manejo relativamente transparente de la cosa pública, ni por qué una Nación con enormes recursos naturales como Colombia no despega de la lista de los países con mayor desigualdad del continente en la distribución social de sus ingresos.

Hacerle creer a los ciudadanos que son ellos los que eligen a sus gobernantes es solo una ilusión de ese “capitalismo salvaje” representado en las siete u ocho familias que manejan las 35 o 40 empresas más rentables del país. El ciudadano de a pie no elige ni monta presidentes, ni alcaldes ni gobernadores, son solo instrumentos para tal fin, y eso lo saben muy bien Luis Carlos Sarmiento Angulo, Ardila Lule y Julio Mario Santo Domingo. Y esa verdad de a puño duele tan fuerte como una patada de mula.

Twitter: @joaquinroblesza
Email: robleszabala@gmail.com

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