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COJEA... PERO NO LLEGA

25 de agosto de 1997

No creo ser el único colombiano convencido de que nuestra justicia anda 'patas arriba', enmascarada a veces tras la figura de los jueces sin rostro y de los fiscales de derechos humanos. ¿Cuál es su problema? ¿Incompetencia, falta de rigor jurídico? Tal es el caso a veces. Y a veces lo que uno percibe en ella son excesos, desmesuras inexplicables. De esto último, el ejemplo más estridente es el de Juan Manuel Avella. No estoy seguro, como lo proclaman grafitos y pancartas en las calles de Bogotá, que Avella sea del todo inocente, ni que haya sido engañado por Medina y Botero. Firmó los (falsos) estados financieros de la campaña. Firmó los documentos para obtener el fraudulento reintegro de fondos previstos por la ley por los gastos de la misma. Tuvo conocimiento de la triangulación de cuentas y del camuflaje de ingresos considerables, cualquiera que haya sido la procedencia de éstos. Pero el juez sin rostro que falló su caso, embelesado en su propia construcción jurídica, entró en conflicto con el más elemental sentido de la equidad en la ponderación del delito y en la asignación de la pena correspondiente. Pues condenar a Avella a seis años y medio de cárcel y al pago de una multa demencial _3.187 millones_, convirtiéndolo así, en relación con la pena, en el más culpable de todos los culpables del proceso 8.000, es sencillamente un desvarío. ¿Qué clase de justicia puede ser esta? Pero estamos hablando de un exabrupto menor al lado de otros más alarmantes. Tenemos, en sus estratos más oscuros, amparados también por el anonimato, una justicia politizada, militante y, por esas mismas razones, deshonesta. Bastaría un solo ejemplo para demostrarlo: la acusación al general Farouk Yanine y su reclusión durante nueve meses. Ahora, dentro y fuera del país, periodistas, organismos judiciales y hasta el propio Departamento de Estado, por ese viejo prejuicio que hace de un militar el villano de la película, arrojan dudas sobre la justicia penal militar en torno a un fallo absolutorio que lleva la firma del general Manuel José Bonett. Pues bien: en este caso, para quien lo examine de cerca, no fue la justicia militar la que dio un traspié sino el ente acusatorio, la Fiscalía. ¡Qué cantidad de arbitrariedades y aberraciones jurídicas hubo allí! Bastaría recordar dos de ellas.La primera. Se invita a un asesino, autor de horrendas masacres, a declarar tardíamente contra un general con el aliciente de rebajar así su pena de 30 años de reclusión. Y el asesino, con hilo grueso, gruesísimo, produce unas burdas imputaciones. Tuvo noticias _dice_ de que el general se comunicó con el paramilitar Henry Pérez para ordenarle la masacre de unos comerciantes. Ni siquiera sabe de qué manera se produjo esta comunicación. Entonces, ¿cómo pudo enterarse de su contenido? Proviniendo de quien provenía, ¿qué fundamento podía tener una imputación tan deleznable? ¿Podría yo acusar a alguien de un crimen múltiple sin aportar más pruebas que una simple presunción?Otra perla. El testigo estrella _según la Fiscalía_ es un supuesto escolta del general. Afirma que éste, en su condición de comandante de la XIV Brigada, con sede en Puerto Berrío, le dio la orden de asesinar a los comerciantes. Pero el testigo miente dos veces: ni era escolta del general, ni el general era para entonces comandante de dicha brigada. Hacía un año que dirigía en Bogotá la Escuela Militar. ¿Ante infundios tan patentes que dijeron los fiscales? Que la orden "pudo haber sido dada" desde el sitio de trabajo que el general tenía en aquel momento. Es decir, una suposición caprichosa acude en auxilio de dos falsedades. Y con base en dicha suposición, carente de todo fundamento, se dicta auto de detención. Es, ni más ni menos, el atropello a los derechos humanos de una persona perpetrado por quienes actúan en nombre de tales derechos. ¿Por qué semejante exabrupto? Por una razón principal: porque no todos los jueces o fiscales que tenemos son como los de Inglaterra, con peluca y rigor. Juez, entre nosotros, puede llegar a ser un muchacho que incendiaba buses en la universidad y le tiraba piedra a la policía; un muchacho lleno de resentimientos sociales, tal vez legítimos, a los cuales el marxismo parece darles una explicación plausible; un John Lenin que odia a los oligarcas, a los gringos y a los militares y que considera misión suya ayudar a 'liberar' de todos ellos a Colombia. Está en su derecho. Sólo que si ese ángel llega a ser juez sin rostro o fiscal de derechos humanos, hay que persignarse. Dueños del mismo prejuicio antimilitar, algunos columnistas, teólogos de la liberación y animadores de sesgadas ONG harán eco a la injusticia. Y el Departamento de Estado y altos y respetables organismos les darán crédito, sin ver dónde está la verdad. Entendámonos: si hay atropellos a los derechos humanos y militares comprometidos con ellos, que se castiguen. No soy, como cree D'Artagnan, un partidario de arbitrariedades a la Fujimori. No tengo doble moral. Tan horrendos me parecen los crímenes de la guerrilla como los de los paramilitares. Pero, ¡ojo con la justicia militante! Está infiltrada en la Fiscalía, la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo. Y ella puede llamarse de cualquier manera, menos eso: justicia.

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