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¡Vade retro, Satanás!

La pretensión de regresar a un Estado confesional debe rechazarse con energía

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
5 de mayo de 2017

En reciente reportaje el Ministro Alejandro Gaviria ha confesado que es ateo aunque respetuoso de quienes profesan convicciones religiosas, y que “es importante para los humanos tener el sentido de la trascendencia”. No sorprende que desde las trincheras del fanatismo religioso el ex procurador Ordoñez haya solicitado, por ese solo motivo, su renuncia.

Hagamos explícito el fundamento de esa exigencia: quien carezca de fe religiosa o, más precisamente, no pertenezca a la Iglesia Católica, no puede ser funcionario público, tesis que, si fuera correcta, nos convertiría a los feligreses de otras religiones (o de ninguna) en ciudadanos de segunda.
Como está en juego uno de los pilares de una sociedad que se pretende liberal, hay que dar la batalla.

Vayamos, en primer lugar, a la cuestión de la existencia de Dios, tema sobre el cual los más grandes teólogos, Tomás de Aquino quizás sea el más notable, han fracasado: no han podido aportar una prueba racional contundente de la existencia de Dios. Por eso las iglesias, sin excepción alguna, terminan abandonando la razón para descansar en la fe: como en la intimidad de nuestras conciencias Dios se manifiesta, debemos acogerlo.

Sin embargo, y dicho con el más hondo respeto, cabe pensar que lo que anida en el corazón humano es un anhelo profundo de Dios, que nos alivia de las angustias de la vida y nos consuela frente al abismo de la muerte. Creemos, se diría, porque necesitamos creer y esa necesidad es tan apremiante que nos induce a prescindir de consideraciones racionales.

Dando un paso adelante, nadie puede certificar que una determinada versión de Dios es la verdadera; si lo fuera, tendríamos que admitir en la Divinidad una injusticia aberrante: que algunos pueblos fueron elegidos mientras a otros se les permitió profesar los errores en los que aún persisten. Cuando yo era niño aprendí que fuera de la religión católica “no hay salvación”. Por eso rezábamos en el parvulario por la conversión de los “paganos”, entre ellos los habitantes de China y Japón. Esas creencias “equivocadas” son las mismas que hoy inspiran su espiritualidad.

Ahora bien: si Dios existe ¿podemos conocerlo? Puedo admitir que el ser no puede provenir de la nada, o que, para que todo se mueva, tiene que existir un Primer Motor Inmóvil. No obstante, me parece que es imposible salvar esa distancia inconmensurable entre el hombre y su Creador. El consuelo que el creyente recibe al orar es el eco de su propia oración.

Como llevo cincuenta años discutiendo con mi buen amigo el Padre Gabriel Díaz estas arduas cuestiones, al llegar a este punto él me diría que no puedo dejar sin respuesta el argumento de la Revelación Divina como soporte último de la fe.

Y en efecto: ¿Cómo negar a Dios si su existencia y atributos nos han sido revelados en los textos sagrados? Frente a la Revelación -podría decirse- solo cabe el sometimiento, y, por lo tanto, en caso de rebeldía o contumacia la fe verdadera puede sernos impuesta. Con este fundamento muchas personas fueron torturadas o quemadas por orden de la Santa Inquisición, tiempos aciagos que la iglesia católica ha dejado para siempre atrás. ¿Evolucionarán, algún día, los seguidores de Alá en la misma dirección?

La única respuesta válida a la pregunta sobre el valor de la Revelación como fuente de persuasión consiste en aceptar que reconocer al Señor es, a pesar de las palabras que Dios habría inspirado, un acto de fe del creyente, no un postulado racional frente al que debemos rendirnos como ante los axiomas de la matemática.

Para quien cree, Dios es una realidad escondida o evanescente que a veces vislumbra en ciertos eventos, o en el fondo de su ser que se inclina reverente frente al milagro de la vida y el amor. Los creyentes al igual que nosotros, ateos o agnósticos (no es lo mismo) navegamos en el mismo mar de incertidumbre. Mejor que yo lo ha dicho André Comte Sponville, un filósofo admirable: “La inexistencia de Dios es tan indemostrable como su existencia. El ateísmo es una creencia negativa pero no por ello es menos creencia […] Ser ateo no es conocer algo que los creyentes ignorarían. Es creer -y no saber- que Dios no existe”.

La postura intransigente de Ordoñez es de un anacronismo absoluto: tendría actualidad en la Edad Media, pero no después del Concilio Vaticano II que modernizó la Iglesia en los años sesenta del pasado siglo. En la “Encíclica Dignitais Humanae”, el Papa dejó con nitidez establecido “que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana […] Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil”.

Mis hijos, que son personas rectas, fueron educados bajo los principios de una ética laica que es, igualmente, cristiana: hay que hacer el bien, no dañar a los demás, ser justos, tener piedad. Asumo que educarán sus hijos bajo estos paradigmas; y que confiarán su formación a santos civiles como el Ministro Gaviria, no a personajes luciferinos que de su intolerancia hacen alarde.