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Tierra inútil

En tiempos de reforma rural integral es bueno preguntarse cuál es el lugar de la gente en esta noción apasionada de naturaleza que Humboldt inventó, qué clase de idilio buscamos en nuestra agricultura postconflicto.

Brigitte Baptiste, Brigitte Baptiste
11 de mayo de 2017

Alexander von Humboldt era un fisiócrata, es decir, concebía la riqueza como algo que provenía del trabajo humano en la tierra, entendida en el sentido agrario. No gustaba de la minería, pese a ser experto en ella (fue consultor de Virrey Mendinueta en las salinas de Zipaquirá) y predicaba una vida idílica, en el sentido greco romano de la palabra: un poema pastoril. De la lectura de su más reciente biografía, el “bestseller” de Andrea Wurtz (Penguin Random House, 2016), se desprende sin embargo una contradicción interesante en su manera de construir la naturaleza: adoraba el mundo de lo silvestre, las selvas, las cavernas, los raudales, las montañas agrestes y respetaba los pueblos indígenas por su capacidad de entenderlas, pero predicaba “la tranquila vida del campo”, en la que… se aburría mortalmente.

Una contradicción similar y fatal ha llevado a muchos países del mundo en su legislación agropecuaria a considerar que esa selva, el bosque, las cavernas, las sabanas o los pantanos son grandiosos, pero inútiles. Gracias a ello, las transformaciones del paisaje silvestre (que no natural, pero eso es otro debate) lograron erradicar decenas de especies, destruir procesos funcionales ecológicos fundamentales para el planeta y convertir el mundo en un espacio de idolatría al campo cultivado, no en una naturaleza mixta donde humanos y biodiversidad no solo conviviesen sino entendiesen las ventajas de su cooperación. Porque no hay tierra inútil, como aún y de manera gravísima parece desprenderse de las políticas que se debaten para el postconflicto: si para garantizar propiedad y derechos de uso es necesario destruir el mundo, regresamos al siglo XIX y garantizamos el colapso definitivo de Colombia.

Porque no hay tierra inútil. Toda la biodiversidad, sobre todo aquella que no vemos (hongos y bacterias, invertebrados babosos, multípedos o voladores) está organizada de manera que fluya el agua por el mundo, el suelo tenga nutrientes, haya polinización para producir frutos o la erosión esté bajo control. De hecho, todos los cultivos, ganaderías o plantaciones, campesinas o industriales, dependen de la fauna y flora silvestre para existir, así no lo veamos: una parte central del PIB agropecuario y del bienestar de la población rural proviene de las “contribuciones de la naturaleza” (como define la IPBES a los servicios ecosistémicos) que trabaja con nosotros en forma de abeja, murciélago, incluso de nemátodo, pues las plagas son solo una señal de que algo estamos haciendo mal en términos de manejo de la integridad ecosistémica.

Quienes son propietarios de tierra saben esto y en la mayoría de los casos defienden el componente silvestre de su predio. Las reservas de la sociedad civil existen por este principio de convivencia en la producción de bienes y servicios. El mundo sabe que los bosques previenen deslizamientos (recordar foto reciente de Mocoa), protegen el suelo y proveen sombra para las vacas, el cacao y el café. El mundo también sabe que las ciénagas, los morichales, las selvas inundadas y los manglares proveen calidad al agua y son salacuna de peces y cangrejos, fauna de la cual depende la comida de millones. En tiempos en que se promueve el turismo de naturaleza y la apreciación del paisaje como un potencial de desarrollo, sabemos que preservar las selvas de palma de cera de Cocora o Tochecito es, además de un acto simbólico de jerarquía nacional, una decisión ética fundamental y una apuesta social y económica ventajosa: no hay tierra inútil.

En tiempos de reforma rural integral y de leyes de tierras es bueno preguntarse cuál es el lugar de la gente en esta noción apasionada de naturaleza que Humboldt inventó, qué clase de idilio buscamos en nuestra agricultura postconflicto.

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