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Una lengua, un país

Por primera vez en medio siglo las Farc dicen que comparten algo con el Estado: y ese algo es nada menos que la democracia.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
9 de noviembre de 2013

Lo que dice el nuevo acuerdo anunciado en La Habana por las delegaciones del gobierno y de las Farc son vaguedades: “se prevé... se establecerá... se harán cambios institucionales...”. Pero no especifica ni qué se prevé, ni qué se establecerá, ni cuáles serán esos cambios. El texto es entusiasta, pero vago. O, para quienes ven medio llenos los vasos medio vacíos, es vago, pero entusiasta. Y referido al porvenir: “Esto se pondrá en marcha en el marco del fin del
conflicto, en democracia, y luego de la firma del Acuerdo Final”. 

Vaguedades, y todavía condicionadas e incompletas. Pero en algo fue –por fin– claro el presidente Santos al celebrarlo: no habrá pausa en los diálogos para que no se vean interferidos por la campaña electoral. O bueno: fue más enfático que claro (él, que tantas veces es enfáticamente vago). 

Lo dijo agitando el puño ante las cámaras, pero a su manera ambigua, en su retórica del ni sí ni no, sino todo lo contrario: “Sería irresponsable sacrificar la mayor oportunidad de paz que ha tenido el país por cálculos políticos o cuestiones de tiempo. Debemos continuar”.

Pero no miremos lo que la retórica esconde, sino lo que revela la retórica.

Dice el texto del acuerdo:

“Lo que hemos convenido, en su desarrollo, profundiza y robustece nuestra democracia, ampliando los derechos y garantías para el ejercicio de la oposición, al igual que los espacios de participación política y ciudadana. Promueve el pluralismo y la inclusión política, la participación y la transparencia en los procesos electorales y el robustecimiento de una cultura política democrática”.

Parece como si ese texto no dijera nada. Y sin embargo ha sido discutido y revisado meticulosamente, palabra por palabra, por las dos partes reunidas en La Habana. Se queda uno soñador pensando, por ejemplo, cuántas horas de debate habrá habido detrás de ese verbo ‘ampliar’, referido a los derechos y las garantías. ‘Conservar’, propondrían los del gobierno. ‘Crear’, exigirían los de las Farc. 

Se transaron por ‘ampliar’. Un ‘ampliar’ por el que las Farc reconocen que tales derechos y garantías existen, y por el que el gobierno a su vez acepta que son insuficientes: es decir, que aquí se conculcan los derechos y se mata a la gente. Y que eso no está bien. Me estremezco al imaginar lo que habrá sido la disputa en torno al feo verbo ‘robustecer’, usado dos veces en unas pocas líneas porque no se encontró otro más eufónico. 

(Y esto lo digo por experiencia: yo he sabido lo que es discutir con los mamertos colombianos; y no los hay en ninguna otra parte). Y ¿qué tal eso de “promover la transparencia en los procesos electorales”? Aceptar que tal transparencia se promueva es reconocer que hoy no existe: que hay fraude en las elecciones. Cosa que todo el mundo reconoce en la vida real, pero niega en el discurso político. Y algo más elocuente todavía: “Nuestra democracia”. 

¿Nuestra? Por primera vez en medio siglo los guerrilleros de las Farc dicen que comparten algo con los representantes del Estado, y ese algo es nada menos que la democracia. La utilización en común de esa palabra por las dos partes en conflicto –en común, y no usando la misma palabra para definir concepciones contrapuestas– señala, me parece a mí, un paso trascendental en la reconciliación de los colombianos. Un paso a la vez revolucionario y contrarrevolucionario. 

Contrarrevolucionario: las Farc asumen como también propia la democracia de sus adversarios. Y revolucionario: el Establecimiento (dando por hecho que el gobierno de Santos y sus enviados en La Habana representan al Establecimiento) acepta que en su democracia también caben sus adversarios.

Y exactamente en eso consiste la democracia.

La democracia, que para que lo sea tiene que ser aceptada voluntariamente por todos los participantes, y no puede tener excluidos forzosos, es el resultado del acuerdo a que se está llegando laboriosamente, a tropezones, en La Habana. 

Este acuerdo que comento muestra, me parece, que ya se ha llegado a un momento importante: el momento en que las partes enfrentadas empiezan a hablar el mismo idioma, a conocer el idioma de la otra. No me parece un mal resultado para cincuenta semanas, como llamó al año de conversaciones el presidente Santos en su discurso: cincuenta semanas de clases de idiomas. Y ahora que las dos partes hablan el mismo idioma sería bueno que empezaran también a hablar del mismo país.

NOTA: En respuesta a mi columna sobre el atentado de amenaza contra el periodista Renson Said, me escribe el alcalde de Cúcuta, Donamaris Ramírez-Paris, para decirme que también él, como periodista, ha recibido amenazas por cuenta de sus denuncias: y que su padre, igualmente periodista, fue asesinado por las suyas. 

Me escriben también los dirigentes de la Seccional Norte de Santander del Colegio Nacional de Periodistas para decirme que les parece “inaceptable” que en mi columna “se sindique veladamente” al alcalde por las amenazas contra el periodista, cuando también él, como periodista, “debió afrontar amenazas de muerte como consecuencia de sus denuncias públicas”.

Estoy de acuerdo: las amenazas y los atentados contra los periodistas son inaceptables. Exactamente eso fue lo que salí a decir aquí en mi columna de hace quince días sobre el atentado contra Renson Said Sepúlveda.

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