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Un juicio al país, a nosotros, a todos

Hay tribunales valientes que se atreven a escarbar en ese pasado para enviarle un mensaje al futuro, para decirles a las generaciones siguientes que esto no puede volver a ocurrir.

León Valencia, León Valencia
16 de noviembre de 2013

Esta semana vi a la década del ochenta desfilar otra vez ante mis ojos. Es un fantasma adolorido que deambula en mi memoria. De afuera llegaron noticias sobre los procesos que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos adelantan contra Colombia por el holocausto del Palacio de Justicia y por el sacrificio de la Unión Patriótica. 

De adentro, de la Fiscalía General de la Nación, salieron las órdenes de captura contra el mayor (r) de la Policía Luis Felipe Montilla Barbosa y contra Manuel Antonio González Henríquez, jefe de la oficina de orden público del DAS, acusados de participar en el crimen de Luis Carlos Galán Sarmiento.

Había leído las notas sobre estos juicios en los diarios o en la revista para la cual escribo; había visto imágenes de los magistrados que murieron en el noviembre más atroz de nuestra historia, de los militantes de la izquierda que pagaron con su vida la osadía de vincularse a un partido surgido de unas negociaciones de paz; había tocado con mis dedos nuevamente una pequeña versión que guardo del emblemático afiche de Galán; y oí al ministro de Defensa diciendo que se había descubierto un plan para asesinar al expresidente Uribe.
 
He tenido demasiados momentos angustiosos en mi vida y este no fue menor. Me asomé a la terraza del apartamento para atenuar quizás mi zozobra. Se ve Bogotá toda, o casi toda. Esta vez no pude mirarla en sus amaneceres metálicos, ni en el horizonte rojizo que cae en muchas tardes en el occidente lejano, ni en las luces copiosas de las noches de lluvia. 

Solo vi a Galán doblándose en una tarima, en Soacha, y oí el eco de su último discurso; vi a Bernardo Jaramillo desfalleciendo en brazos de Mariela en el viejo aeropuerto; vi el Palacio de Justicia en llamas devorando la ciudad. 

Me perdonarán los lectores esta dolorosa evocación. Pero los años ochenta y sus acontecimientos son mi lugar, mi único lugar. En esos años leí a Borges, vi el cine italiano, los goles de Pelé y Maradona, me inicié en amores, tuve dos hijos, fui a la guerra, volví de la guerra. En esos años estreché alguna vez la mano del magistrado Carlos Horacio Urán, desaparecido en los hechos del Palacio de Justicia; abracé a Bernardo Jaramillo, líder de la Unión Patriótica en una noche de tangos y boleros; crucé palabras con Galán en la antesala de un congreso de maestros en el que hablaríamos los dos.

Después no me ha ocurrido nada, después he escrito libros y artículos para hablar de aquellos tiempos o de la repetición de aquellos tiempos en cada muerto, en cada masacre. Después he viajado por el mundo para huir de las iras desatadas por las cosas que escribo de ese pasado que se repite a perpetuidad y se degrada impunemente en su repetición. Pero siempre vuelvo, siempre estoy aquí. No puedo escapar, no quiero escapar. 

Sé que esos juicios me conciernen. Les conciernen a todos los que gobernaron en esos tiempos y a quienes nos rebelamos contra esos gobiernos. Algunos tuvieron la desgracia de cometer esos crímenes. Otros cargaron con la tristeza de padecerlos. La mayoría los toleró o los ignoró. Pero hubo gente valiente que levantó su voz contra la ignominia. 

Más importante aún, hay gente valiente ahora, tribunales valientes, que se atreven a escarbar en ese pasado para enviarle un mensaje al futuro, para decirles a las generaciones siguientes que esto no puede volver a ocurrir. De eso se trata en estos juicios. Eso me alivia un poco, eso conjura un poco mi angustia.

Si asumimos estos procesos como un juicio al país, a nosotros, a todos, podemos impedir que ocurra la señal atroz de un atentado contra Uribe. Lo digo yo, lo siento yo, que camino a distancias siderales del expresidente. Lo digo con el propósito, tal vez vano, de decirles a quienes abrigan la tentación de seguir cometiendo crímenes políticos, crímenes contra civiles, que todas las justificaciones se agotaron. 

Los esfuerzos para salvar al Estado, a sus agentes y a sus aliados perversos de las responsabilidades en estos hechos dolorosos, se están derrumbando. También las explicaciones de la izquierda armada para sus acciones contra líderes políticos. La Justicia nos está llamando a mirarnos en el espejo de los años ochenta.

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