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¿Cómo evaluar el año de gobierno de Santos?

El gobierno obtuvo los resultados que reclama y no se pueden negar. Son positivos. Pero los opositores también esgrimen argumentos que son reales, que no se pueden esconder.

Pedro Medellín Torres, Pedro Medellín Torres
9 de enero de 2017

El presidente Santos dirá que tiene razones para decir que 2016 ha sido su mejor año de gobierno. Que en esos 12 meses se firmó el fin del conflicto armado con las FARC; que Colombia tiene un Premio Nobel de Paz y una sucesión de premios como reconocimiento por su proceso con las FARC; que el país logró desnarcotizar la agenda de política exterior y que los máximos líderes políticos del mundo hicieron expreso su apoyo al proceso colombiano; y que el proceso con el ELN está en camino. En fin, que nada más se podía pedir.

Pero, por el contrario, los opositores también tienen sus razones para decir que 2016 ha sido quizá el peor año de gobierno del presidente Santos. Que en estos 12 meses, por haber concentrado todos los esfuerzos en firmar los acuerdos con las FARC, dejó de lado el resto de la tarea de gobierno: que las cifras de violencia e inseguridad no ceden y la tensión social que vive el país es muy grave; que el gobierno no logra sacar a la salud de la crisis, ni elevar la calidad en la educación; que los problemas ambientales antes que resolverse, se profundizan; que el incremento desmedido del gasto público no se traduce en bienestar para la población y, en cambio, sí terminó forzando una reforma tributaria improvisada y parcial que va a terminar afectando a la economía; y que, como nunca antes, la corrupción y la politiquería han llegado a su máxima expresión.

Hasta aquí, uno y otro tienen razón en lo que dicen. El gobierno obtuvo los resultados que reclama y no se pueden negar. Son positivos. Pero los opositores también esgrimen argumentos que son reales, que no se pueden esconder. ¿Cómo evaluar el año de gobierno de Santos?

A los presidentes se les evalúa por la conducción del gobierno, que lo hace responsables de la situación en que se encuentra el Estado y la sociedad. Por tanto, su labor se debe medir: 1) Por su capacidad tanto para definir y mantener un rumbo al gobierno, como por la confianza que genere en los ciudadanos sobre la conveniencia de seguir ese ruta; 2) Por la trascendencia de las decisiones, sin importar que tan impopulares pueden ser o que maquinarias de poder puedan desafiar; y 3) Por su destreza para sumar fuerzas en el mantenimiento del rumbo. Esto implica liderar no sólo a su equipo de trabajo y quienes lo apoyan, sino también a las fuerzas opositoras en el logro de los objetivos más trascendentes, más allá de las diferencias.

En ese balance, hay que decir que Santos ha logrado poner a Colombia en la perspectiva de un país en paz. Ha impuesto la idea de que es posible erradicar la guerra y la violencia como forma de tramitar las diferencias. Y para lograr ese propósito, ha demostrado estar dispuesto a tomar decisiones impopulares. Y aunque no siempre dio la cara para decir claramente a los colombianos qué decisión tomaba y qué implicaciones tenía (como por ejemplo en el caso de la afectación de las negociaciones en el mundo militar), al final las decisiones fueron tomadas y el acuerdo con las FARC se firmó.

El problema está en que, en la búsqueda de ese objetivo, Santos nunca pudo asumir un liderazgo en el que los colombianos lo vieran al frente del proceso y controlando la situación. La falta de una pedagogía del proceso, que permitiera la comprensión de lo que se estaba jugando en cada fase de la negociación, y el haberse dejado llevar por un enfrentamiento personal con el ex presidente Uribe, que llevó a la polarización del país, no reflejan otra cosa que esa falta de liderazgo. La derrota en el plebiscito del 2 de octubre, fue el hecho del año que reveló un proceso de paz sin líder.

La consecuencia es que al finalizar 2016, pese que ya estaba firmada la paz con las FARC, todavía no se percibe esa perspectiva de paz en el país. Más bien, los problemas de gestión de sus ministros y altos funcionarios terminaron desplazando el logro de las negociaciones de La Habana.

Las pérdidas solo por la mala gestión de Ecopetrol (Reficar y Bioenergy) o por el deficiente salvamento de las empresas intervenidas en el sector salud (cuyo monto representa varias reformas tributarias), sumadas a la práctica paralización de la inversión extranjera, la caída en la creación de puestos de trabajo de calidad, el agravamiento en las condiciones sociales de los territorios más pobres (como La Guajira o Chocó), o la consolidación de los problemas de convivencia y delincuencia, como la fuente de la violencia homicida en el país, revelan una evidente incapacidad del gobierno para gestionar las condiciones económicas y sociales que sean consistentes con esa perspectiva de un país en paz.

Por el contrario, lo que se percibe es un clima de tensión y agitación social. Los problemas de implementación de los acuerdos lejos de consolidar la confianza de los ciudadanos en la paz, están llevando a crear un ambiente de incertidumbre e inestabilidad en el país. Todavía no se siente la presencia de un presidente capaz de mantener el rumbo y movilizar a la sociedad para consolidarlo.

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