Home

Opinión

Artículo

Contra las autoridades

Se llevaron mi jeep por un motivo que hasta a mí, que soy versado en arbitrariedades colombianas, me pareció increíble

Antonio Caballero
7 de marzo de 2003

Todos los lectores se habrAn dado cuenta de que las autoridades colombianas, sean civiles, militares o eclesiásticas, dedican su tiempo exclusivamente a incomodar a la gente con imbecilidades. Los obispos, por ejemplo, acaban de volver a plantear la querella de la virginidad de la Virgen, que para el resto del orbe cristiano quedó zanjada en el Concilio de Calcedonia, allá por el siglo IV: quieren darnos más pretextos para matarnos los unos a los otros. El alcalde acaba de prohibir vender frunas y frutas en los semáforos: quiere que los desplazados se mueran de hambre. Los generales están resueltos a fumigar medio país: quieren que los campesinos se vuelvan guerrilleros.

Sin llegar a esos casos extremos, de vida o muerte, hay que ver lo que son las arbitrariedades cotidianas. Pongo ejemplos. Cuenta el periódico que alguna autoridad (supongo que de lo contencioso administrativo, que son infatigables) acaba de echar para atrás una decisión del Concejo de Bogotá que aumentaba en cien pesos el precio del bus. Es que sólo era aplicable, por lo visto, a los buses modelo 82. Con lo cual han puesto a los pasajeros de bus más miserables -aquellos para quienes cien pesos de ahorro en transporte significan la diferencia entre el hambre a secas y la muerte por inanición- a aprender de modelos de carrocería, para distinguir los buses baratos de los caros.

Subo de estrato: los que cogen taxi. Algún alcalde sabio (debió ser este de ahora) dispuso que en Bogotá los taxímetros no marquen en pesos, sino en pasos, que al final de la carrera es necesario computar usando una tabla logarítmica que taxistas y pasajeros están obligados a llevar consigo, y que tampoco está calculada directamente en pesos, sino en fracciones diarias de salarios mínimos mensuales, que a su vez cambian de acuerdo con si el mes tiene 30 días o 31. En febrero el cálculo alcanza complejidades einsteinianas. Y si uno se impacienta mientras el taxista echa con papel y lápiz sus laboriosas cuentas -"señor, me están esperando para atender un parto por cesárea"- el taxista se irrita. Con razón también él: harto trabajo tiene con hacer dos veces por semana la cola de la revisión obligatoria del taxímetro. Y saca varilla. El alcalde, por supuesto, no monta en taxi: va en su 4 por 4 blindado precedido por las sirenas de los motociclistas.

Todos los estratos (exceptuado el alcalde): se le llevan a uno a los patios de la Circulación, en cumplimiento de alguna de las infinitas normas abstrusas e inútiles del nuevo Código de Policía, la zorra, la bicicleta, la buseta, el taxi, el carro, el blindado de los escoltas, la narcoburbuja. Toma seis días recuperarlo, pagando una fortuna, y un mes encontrar las piezas faltantes en los talleres de reducidores. El otro día se llevaron el mío, un jeep, por un motivo que hasta a mí, que soy versado en arbitrariedades estúpidas de las autoridades colombianas, me pareció increíble.

Me paró la policía. ¿Llevaba puesto el cinturón? Que sí. ¿Había bebido alcohol? Que no. Hice el cuatro, soplé en un tubito, soplé en el ojo del agente: no había bebido alcohol. ¿Llevaba el equipo obligatorio de carretera? Sí, mírelo, teniente: nuevecito; no lo he podido estrenar porque el Código de Policía prohíbe usarlo en carretera: hay que buscar un teléfono de socorro para llamar una grúa y llevar el carro a que le cambien la llanta en un montallantas especializado. ¿Tenía el botiquín? Sí, revíselo, capitán: está intacto (porque había sabido de la amiga de una sobrina mía a quien habían multado con ciento catorce fracciones diarias del salario mínimo por llevar empezado el paquete de curitas; en vano alegó que la curita que faltaba la llevaba en el dedo, sobre la rozadura producida al sacar del baúl de su carrito los triángulos reflectantes obligatorios para mostrárselos al mayor; así que yo, además de las curitas propias del botiquín, llevo otro paquete de repuesto para no descompletarlas). ¿Tenía cruceta? Sí. ¿Linterna, extinguidor, pilas nuevas para la linterna? Sí: tenía de todo. Seguro obligatorio al día, seguro no obligatorio, seguro contra terceros, tarjeta de afiliación a una EPS, certificado de penales del DAS, visa USA vigente: véala en el pasaporte, mi coronel. Y ni una sola investigación abierta por la Procuraduría, por la Fiscalía, por la Contraloría: no me nombrarían ministro. Tampoco tenía deudas con la Dian, ni era moroso en el banco. ¿Puedo irme, señor general?

El agente que me interrogaba desde hacía media hora, mientras detrás de mi jeepcito detenido se alargaba una cola de carros impacientes, estaba a la vez disgustado y perplejo: no me iba a poder poner multa. En torno se cometían a simple vista atracos, peculados, secuestros, violaciones al Derecho Internacional Humanitario. Y yo, limpio. De pronto se le iluminó la cara: el pase.

-En este pase dice que usted tiene que manejar con anteojos.

-Sí, señor, ministro, señora embajadora de los Estados Unidos. Pero es que a mí me operaron de la miopía hace cinco años y ya no necesito anteojos para ver.

-Para ver tal vez no. Pero para manejar sí. Muéstreme el certificado de pago de la operación.

No lo tenía. Y el tombo me quitó el carro.

Y mientras las autoridades se dedican a estas cosas, el país se deshace.