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Un periodismo de monedas y una justicia de billetes

Cuando la corrupción se toma las instituciones del Estado es porque el periodismo no está cumpliendo con su deber y la miopía de la justicia se ha convertido en ceguera.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
14 de diciembre de 2015

No dudo de que en Colombia haya periodistas vendidos. Es decir, que presten sus servicios al mejor postor. Pero generalizar y asegurar que nuestro periodismo es corrupto es como decir que en el país no hay funcionarios públicos honestos. Declaraciones como estas son extremas y poco serias. Y, por supuesto, muy pocos colombianos las creerían. La inquietud la planteé en mi artículo anterior como respuesta a Ernesto Yamhure Fonseca, un señor que escribía columnas de opinión para el diario El Espectador y que luego se descubrió que el contenido de estas era supervisado por el jefe paramilitar Carlos Castaño Gil. Yamhure, quien huyó a los Estados Unidos después de que estallara el escándalo, se preguntaba en un trino si mi defensa de Gustavo Petro en SEMANA era pagada con monedas o billetes. Pero no conforme con esto dejó entrever que el asunto del soborno tenía que ver el color de mi piel.

La hipótesis de este señor parte de la premisa torcida de que todo acto sobre la Tierra tiene un precio. Es decir, tú me das algo y yo te devuelvo la contraprestación. Esta generalización del excolumnista de El Espectador, señalado de tener vínculos con Castaño Gil, solo deja ver dos cosas: su oscura concepción de la ética y la creencia colonialistas de que los negros pueden ser comprados.

Ahora bien, la contraprestación es válida siempre y cuando lo que está en juego sea la venta de unos servicios profesionales. Lo hace el docente en el aula, el periodista que labora para un medio de comunicación y la señora que corta el cabello en la peluquería. Las reglas del juego las ponen, por lo general, las directivas del diario, la institución educativa o los propietarios del salón de belleza. Las políticas son las directrices que permiten llevar a cabo una labor, pero la ética es el elemento rector que nos alerta cuándo se está pasando de los límites de la legalidad y entrando a los terrenos del delito.

Así como un profesor está impedido, ética y moralmente, para cobrarle unos pesos por debajo de la mesa a sus estudiantes para sumarles unas décimas a la nota final, un periodista tampoco puede convertir en negocio la publicación de una noticia para proteger los intereses mezquinos de un amigo. De la misma manera la normatividad jurídica le impide a un juez torcerle el cuello a los hechos para beneficiar a un tercero. Pero esto no quiere decir que casos como los señalados no sucedan.

Lo que estamos viendo en Colombia con los escándalos que han sacudido en los últimos meses a la Rama Judicial, la Policía Nacional y otras instituciones es, simple y llanamente, un problema ético en el que la normatividad jurídica y las reglas que direccionan los organismos que estructuran el Estado se hacen añicos. El todo se vale se ha convertido en un lema que cada día cobra más fuerza y se aplica como un grito de guerra. Esto quizá pueda explicar por qué un magistrado que debería ser un profesional impoluto, un representante de las más altas esferas del poder judicial, defensor de las leyes y la justicia, se vea de pronto sumido en un escándalo de soborno de grandes proporciones y el abogado que lo defiende ponga de inmediato en funcionamiento el mecanismo de dilación con el propósito explícito de que los términos en los que se instaura el proceso se venzan.

Un periodista aseguraba en una oportunidad, a raíz del desfalcó de Samuel Moreno y sus 40 ladrones al distrito capital, que nadie se levantaba un día de la cama convertido en un delincuente. Nadie se transforma de la noche a la mañana, como en la novela de Kafka, en un insecto. Cuando en septiembre de 2011 estalló en los medios de comunicación y las redes sociales el escándalo que señalaba a Ernesto Yamhure Fonseca como un cercano a Castaño Gil, 7 años antes, durante su paso por la embajada sueca como secretario de Carlos Holmes Trujillo, Dick Emanuelsson, un activista y periodista de ese país, lo señaló de espiar y tomar fotografías a los exiliados colombianos de izquierda residentes en Europa para enviarlas a una organización creada, al parecer, por Álvaro Uribe. Yamhure, por supuesto, como lo reseñaron algunos medios nacionales, lo acusó de ser un colaborador de las FARC, pero sin tomarse el trabajo de aportar las pruebas requeridas que respaldaran sus afirmaciones.

Un antiguo profesor de la Universidad de Cartagena aseguró en una oportunidad que cuando la corrupción empieza a tomarse las instituciones del Estado es porque el periodismo no está cumpliendo con su deber y la justicia ha empezado a perder los cinco sentidos. Por eso, dudo muchísimo que el magistrado Jorge Ignacio Pretelt Chaljub se haya levantado un día de su cama, como el simbólico personaje kafkiano, y haya decido pasar factura por debajo de la mesa para torcer la balanza de la justicia que debía impartir. Lo dudo porque el asunto de los predios en Turbo, Antioquia, que hoy lo tienen enredado en un escándalo mucho mayor que el de las coimas (El Tiempo, 7/3/2015), es solo la punta de un gigantesco iceberg que, al parecer, nadie vio venir.

Lo mismo podría decirse de los escándalos que, desde hace varios años, sacuden a una institución como la Policía Nacional donde la compra y venta de sexo, el aparente suicidio de algunas agentes al interior de la institución y el enriquecimiento injustificado de un alto número de sus funcionarios, como lo denunció recientemente en su columna de SEMANA Daniel Coronell, tienen al general Rodolfo Palomino y a un grupo de sus subalternos en la cuerda floja.

Cuando el periodismo pierde el objetivo que le dio vida y los contratos publicitarios se hacen mucho más importantes que las denuncias, entonces podemos asegurar, sin equivocarnos, que la tormenta perfecta que ha sumido a algunos países de la región en profundos escándalos de corrupción, ha empezado.
 
APUNTE: Hace un año, la polémica sentencia del Tribunal Superior de Bogotá, a raíz de la condena proferida contra el exjefe paramilitar Salvatore Mancuso, dejó ver que los medios de comunicación colombianos “fueron complacientes” con el fenómeno paramilitar, pues cumplieron “un rol fundamental en la propagación y legitimación de los discursos de odio proferidos por algunos funcionarios públicos”. No olvidemos que durante el largo gobierno de Álvaro Uribe Vélez, desde este para abajo, pasando por los ministros y los miembros de las Fuerzas Militares, el discurso guerrerista se intensificó y todo aquel que protestaba en las calles o el campo, por las razones que fueran, era señalado de ser terrorista.

En Twitter: @joarza
E-mail: robleszabala@gmail.com
*Docente universitario.

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