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La cueva de Alí Babá

Entre menos conciencia tengan los ciudadanos de lo que es y representa la democracia para ellos mismos, más altos serán los estándares de corrupción.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
31 de enero de 2016

Alguien decía que los hechos que se dan en Colombia se presentan por igual en casi todo el mundo. No vamos a negarlo, pero esa afirmación es, como muchas otras, una verdad a medias. En nuestro país encontramos agentes y oficiales de policías pertenecientes a bandas criminales, funcionarios que se aprovechan de su condición de jefes para joder al subalterno, de profesores universitarios que compiten entre sí para ver cuál de ellos se tira a más estudiantes, de trabajadores públicos que se hacen inmensamente ricos con un salario mensual de 10 millones de pesos y son propietarios de condominios, fincas y mansiones valorados en cientos de millones.


No vamos a negar que la corrupción ha permeado a muchas naciones. Sin embargo, según el último informe de Transparencia Internacional, una oenegé dedicada a combatir este flagelo,  la apropiación de los dineros del Estado por parte de sus funcionarios no se presenta por igual en todos los países del globo. Hay grados de atracos, lo que se traduce en grados de enriquecimientos. Y América Latina, en este sentido, es la zona más podrida del planeta.
Quizá eso solo explique por qué estamos social y económicamente atrasados. Por qué somos una especie de cueva de Alí Babá. Por qué naciones con inmensas riquezas naturales están hoy a la cola del mundo. De una clasificación del 1 al 10, donde 10 es la máxima nota y 1 la mínima, solo alcanzamos el 2.5, lo que podríamos leer como que de cada 10 pesos destinados a la inversión, 7.5 van a engordar la chequera de alguien.


Sobre esta clasificación del manejo de la cosa pública solo se salvan Chile y Uruguay, en el Cono Sur, y en Centro América Costa Rica, con 6.5. Los demás países son, en términos metafóricos, el nido de la rata, donde lo público se administra peor que una tienda de barrio.


La corrupción a la que hace referencia Transparencia Internacional es, por supuesto, la obvia: la que se produce a través de contratos para la inversión social o infraestructura. Pero hay otras formas de atraco que se camuflan y de las que muy pocos ciudadanos se enteran: las que se llevan a cabo por debajo de la mesa y concierne a funcionarios que utilizando su influencia, ponen en altos cargos administrativos a parientes y cercanos sin que estos llenen los requisitos estipulados por la ley.


Esto lo ha puesto en práctica, entre muchos otros, el flamante señor procurador Alejandro Ordóñez, quien, como ha lo denunciado en algunas oportunidades Daniel Coronell en su columna de SEMANA, ha puesto en varios cargos claves de su administración a un puñado de cercanos y amigos de senadores y representantes con el único propósito de pagar favores políticos y mantener contentos a aquellos que tienen el poder de mantenerlo a él en la Procuraduría.


Los grados de corrupción que se dan en nuestros países son proporcionales a los niveles democráticos. Es decir, entre menos conciencia tengan los ciudadanos de lo que es y representa la democracia para ellos mismos, más altos serán los estándares de corrupción. Me explico: un político, por ejemplo, que invierte 5 mil millones de pesos en una campaña para alcanzar la alcaldía de su ciudad, va a llegar al cargo literalmente hipotecado, y lo primero que va hacer es sacar el dinero de su inversión y los intereses correspondientes. El bienestar de los ciudadanos le va importar muy poco, o casi nada, para ser sincero. Por otro lado va a tener que pagar favores políticos, lo que se traduce en poner en puestos de importancia a un personal que no tiene ni la remota idea para qué lo pusieron ahí ni sabe nada de dirigir un departamento administrativo distrital.


En Colombia, los grandes problemas de la administración de la cosa pública recaen en situaciones como estas. Si a un grupo de ciudadanos se le preguntara para qué sirve una institución como la Policía Nacional, lo más seguro es que diga que sirve para instaurar o mantener el orden público.  Incluso, desde lo más profundo de su creencia, va a decir que es una institución que defiende a los ciudadanos y está relacionada con el concepto de “bien”. El mito, nos recordaba Roland Barthes, es una cadena de conceptos relacionados. Por eso, para un grupo de ciudadanos, sin importar su condición social, le va a resultar casi imposible romper los eslabones de la cadena que construye el mito del policía tradicional.


Hoy sabemos que hay miembros de la Policía que hacen parte de bandas criminales, que crean vínculos con mafiosos y que ponen su arma de dotación al servicio  del narcotráfico. Que un general que dirige una institución como esta se encuentre sumido en un escándalo de proporciones mayores, que sea señalado de dirigir desde su posición de poder un cartel de proxenetas y haya acumulado a lo largo de sus años como miembros de la institución una fortuna imposible de justificar con un salario de policía, es una muestra fehaciente de que los mitos tradicionales sufren su desgaste natural y les dan paso a otros mitos mucho más acorde a nuestros tiempos: en este caso, el de policía traqueto, el que como cabeza visible de su institución infla los gastos y engorda así su chequera personal.


Claro que hay otras formas más sutiles de corrupción. Una, por ejemplo, la reivindican algunos ciudadanos que teniendo para pagar el seguro de salud, aparecen afiliados al Sisben, o la de algunos médicos generales que se hacen cómplices de las EPS y no remiten a sus pacientes al especialistas como una manera de ahorrarles dinero a la empresa. La de pedir favores sexuales es otra, pero esta resulta mucho menos detectable que las primeras. Por eso es tan peligrosa, porque si la víctima no denuncia, no pasa nada.

En Twitter: @joarza
E-mail: robleszabala@gmail.com
*Docente universitario.

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