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COSA JUZGADA

Antonio Caballero
1 de julio de 1996

Oh, sí, no hay duda: el presidente Ernesto Samper saldrá de este trance absuelto de todo cargo. Absuelto por razones jurídicas: no hay pruebas contra él. Y absuelto por razones políticas: sus 'jueces naturales' no tienen el menor interés en condenarlo. Saldrá absuelto, limpio, y hasta algo más que eso: virginal. Concebido sin pecado. Tendremos en él al más digno de los presidentes de nuestra historia: el único cuya dignidad no podrá ya nunca ponerse en tela de juicio puesto que, como dicen los juristas, habrá hecho tránsito a cosa juzgada. El problema es que no lo creerá nadie. Oh, sí, o más bien, oh, también: además de haber probado jurídicamente la inocencia de Samper será posible, si así lo quiere, refrendarla aritméticamente mediante la consulta popular que se ha propuesto. Si se hace, la ganará el Presidente. Y así tendremos uno que no sólo será el más digno, sino el más democrático: el único al que las urnas electorales habrán elegido, y por añadidura confirmado. Pero el problema seguirá siendo que no lo creerá nadie. No lo creerán los que no lo creen hoy, y lo dicen: la prensa casi unánime, la Iglesia, los gremios, los gringos, el antiguo jefe de la campaña samperista y su antiguo tesorero. Y los que, aunque tampoco lo creen, por el momento no lo dicen: el resto de la prensa, los ministros que siguen en el gobierno, los congresistas, los militares. Y tampoco aquellos que lo dicen sin llegar a decirlo abiertamente, como el ex ministro de Hacienda Guillermo Perry que se retira silenciosamente como un gato. Y tampoco las grandes masas, que no es que crean o no crean en la inocencia o la culpabilidad del Presidente, sino que no les importa. Oh, claro: esa convicción íntima, expresa o callada, indignada o interesada o indiferente, carece de consecuencias jurídicas: la inocencia del Presidente habrá hecho tránsito a cosa juzgada. Y carece también de consecuencias aritméticas en el plano electoral. Se podría decir incluso que carece de consecuencias prácticas. Samper no va a renunciar, como se lo insinúan algunos de sus últimos amigos, Hernando Santos o Gabriel García Márquez. A Samper no lo va a echar un paro bancario y empresarial como el que predica Hernán Echavarría, ni lo va a derrocar un golpe militar como el que reclama Enrique Gómez. No vendrá la guerra civil que teme Alfonso López, ni la insurrección que teme monseñor Castrillón. No invadirán a Colombia los Estados Unidos. No ocurrirá nada espectacular que altere el rutinario caos en que vivimos. Los banqueros y empresarios se resignarán, y seguirán licitando, como siempre. Los militares seguirán en su guerra, como siempre, y otro tanto harán las guerrillas y los paramilitares. Humberto de la Calle seguirá en Madrid con sus maletas a medio deshacer, Guillermo Perry se escurrirá silenciosamente hacia el Banco Mundial, D'Artagnan seguirá comiendo a dos carrillos. El presidente Samper seguirá, hasta el 7 de agosto de 1998, viajando en helicóptero a prometer cosas en todos los rincones del territorio, firmando nombramientos, otorgando licitaciones, recibiendo a almorzar a Alfonso López y a Hernando Santos, comulgando de las manos de monseñor Castrillón, pronunciando discursos. Los conspiradores seguirán conspirando. La gente en general seguirá luchando contra la necesidad, contra la guerrilla, contra los paramilitares, contra el invierno. Seguirá el invierno. Seguirá el narcotráfico. Seguirán las inundaciones, los derrumbes, el despilfarro, los asesinatos, los secuestros. No se hará el canal interoceánico. Seguirán las matanzas, los negocios, la miseria, el saqueo. Seguirá el bochinche. Colombia puede seguir viviendo así durante años y años, muchos más años, sin duda, que los que le quedan de lamentable gobierno al presidente Samper, y en nada cambian las cosas por el hecho de que su gobierno siga siendo lamentable. En el plano inclinado hacia la disolución por el que vamos rodando falta todavía mucho para llegar al caos total, a la guerra generalizada de todos contra todos. Todo seguirá igual, porque puede seguir igual. Y Antonio Panesso podrá seguir diciendo que en el mejor de los mundos este es el mejor de los gobiernos. Pero habrá ocurrido una cosa sutil, y sin embargo grave: que habrá quedado protocolizada en la conciencia colectiva la abolición de la legitimidad. La legitimidad de las instituciones, de los gobernantes, de la justicia, de la democracia, del orden, depende en definitiva de su elemento más subjetivo e íntimo, que es la fe. Y aquí ya no cree nadie. Ante la conciencia de Colombia, la abolición de la legitimidad habrá, también ella, hecho tránsito a cosa juzgada.

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