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CRIMENES DE ESTADO

Antonio Caballero
31 de agosto de 1998

En los últimos tiempos estamos viendo a muchos gobernantes juzgados y castigados por sus crímenes. No a la manera tradicional _mediante el derrocamiento y el ahorcamiento de un farol_ sino de modo más formal y civilizado, por los tribunales de justicia. Así, un ex ministro español del Interior acaba de ser condenado a 10 años de prisión por terrorismo de Estado, como lo fue hace un quinquenio un ex ministro de Defensa francés. El ex primer ministro italiano Andreotti está siendo procesado por colaboración con la mafia, y el ex dictador argentino Videla por secuestro de niños. Los presidentes Pérez de Venezuela y Collor del Brasil fueron condenados por corrupción. Al tirano bosnio Karazdic, aunque no ha sido capturado, lo juzgan por etnocidio, y al camboyano Pol Pot sus propios compañeros lo sentenciaron a prisión perpetua por genocidio. Y así hay 50 casos.
No incluyo el del presidente colombiano Samper, que se escapó por los pelos _aunque sus jueces vayan a ser juzgados como presuntos prevaricadores_ y que tal vez cree compensar la inocentada de su declaratoria de inocencia acusando ahora al Estado colombiano de masacres cometidas cuando el responsable era su inmediato predecesor Gaviria (y tal vez mañana Pastrana pida perdón por las masacres de los años de Samper, y así sucesivamente). Porque, sí, muchos escapan todavía al castigo: de Hassán de Marruecos a Milosevic de Serbia, de Bánzer de Bolivia a Assad de Siria. Pero es un hecho: cada vez más, en un creciente número de países, a los gobernantes se les están exigiendo responsabilidades judiciales por sus crímenes o los de sus gobiernos.
Es un progreso. Es un progreso, aunque por lo general se les juzgue por los crímenes equivocados. Por ejemplo, el dictador panameño Noriega está en la cárcel por tráfico de drogas (o, para ser más exactos, por desacato al gobierno de Estados Unidos), y no por sus numerosos asesinatos de opositores políticos. A Videla lo juzgan por secuestrar huérfanos, pero no por haberlos hecho huérfanos asesinando a sus padres. Y de todos modos los inspiradores supremos siguen estando al abrigo de toda molestia judicial: mientras al dictador chileno Pinochet lo está investigando un juez por los asesinatos cometidos por su policía secreta, el instigador de esa dictadura y de esos asesinatos, Henry Kissinger, dicta en las universidades conferencias sobre el arte del buen gobierno. Pero a pesar de todo, el progreso existe: loS gobernantes son juzgados por algo, aunque ese algo no sea lo verdaderamente importante. Cabe aplicarles a ellos el machista proverbio turco: "Pégale a tu mujer. Si tú no sabes por qué, ella sí lo sabe". O sea: "Castiga a tu gobernante. Si tú no sabes por qué, él sí".
Es el caso de Bill Clinton. Como sus jueces no pueden (y probablemente no querrían) juzgarlo por sus verdaderos crímenes _el genocidio lento del bloqueo de alimentos a Irak o a Cuba, el mantenimiento de la insensata legislación que genera las mafias de la droga, o 100 más (pues la verdad es que es difícil hallar alguna decisión de un presidente de Estados Unidos que no constituya o conlleve algún crimen)_, como no pueden ni quieren, digo, están tratando de llevarlo ante los tribunales por un delito inventado ad hoc por la estrambótica justicia norteamericana: el de haberle aconsejado a una amante ocasional que, si le preguntaban, mintiera sobre una presunta relación sexual entre ambos que, de ser cierta, no sería un delito.
Es absurdo, claro está, desde el punto de vista del derecho. Pero desde el punto de vista de la justicia poética está muy bien que un presidente de Estados Unidos pueda ser juzgado y condenado por el simple hecho de serlo. Sigue teniendo razón Saint Just, que les advertía a los revolucionarios franceses cuando juzgaban a Luis XVI que el juicio a un rey implica su condena, porque no se puede ser inocente siendo rey. El ideal sería volver a la sabia costumbre de ciertos pueblos primitivos, que al cabo de un período determinado ejecutaban ritualmente a su gobernante (si ellos no sabían por qué, él sí). Pero dado que en el estado actual del mundo no es fácil que la sabiduría del Neolítico se imponga, está muy bien que por lo menos sea posible destituir al gobernante más poderoso de la tierra por el pecadillo venial de haber manchado de semen el vestido de una funcionaria de la Casa Blanca, la cual, por fetichismo, o por ansia de notoriedad o de dinero, lo conservó durante años sin mandarlo a la lavandería.
Algo es algo. Porque es sano que los gobernantes sepan que no se puede gobernar impunemente. Como sus jueces no pueden (y no querrían) juzgar a Clinton por sus verdaderos crímenes, lo están haciendo por un delito ad hoc

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