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Cuando la muerte toca a la puerta

En mi decisión de ser un hombre feliz, fue inevitable sentir dolor y enorme tristeza por la partida de mi hermano mayor, William, luego de que viviera con decisión y fortaleza el proceso que durante seis meses desencadenó su cáncer.

2 de junio de 2017

Sin negar este sentir, y por el contrario, dejándolo fluir, ha sido invaluable lo que en mi mente y en mi corazón ha  dejado la clara enseñanza que de Viktor Frankl adquirí al ver una de sus entrevistas: “la desesperanza surge del sufrimiento sin propósito”.

A propósito de dos recientes consultas que me han hecho un par de amigos sobre cómo afrontar circunstancias difíciles de la vida, específicamente la relacionada con la enfermedad y posibilidad de muerte de un ser querido,  quiero compartir algunas experiencias vividas y aprendidas que le dieron sentido y propósito al padecimiento y a la partida de mi hermano y al consecuente sufrimiento que esto generó a familiares y allegados. Hacerlo, más allá de permitirme expresar mi sentir con el correspondiente efecto terapéutico que esto conlleva, me da fundamentalmente la oportunidad de honrar a mi hermano y, a la vez, de esbozar una perspectiva esperanzadora de su muerte, motivado por la ilusión de que tanto usted como yo podamos aplicarla en momentos difíciles de nuestras vidas.

Perder a su hijo mayor de 25 años, Michel, cinco años y medio atrás de su muerte, fue un suceso demoledor para mi hermano. Muchos fueron los momentos de tristeza que en su vida se evidenciaban año tras año. El día en que el cáncer de William fue detectado al realizarse un TAC cerebral, alertados por una convulsión sin control en su pierna derecha, la visión de la vida cambió repentinamente para él y para su familia. Fue así como la noche anterior a la cirugía de cerebro que se programó para ser realizada tres días después del examen, tuvimos oportunidad de charlar de temas profundos. Allí, entre otras cosas, me comentó que temía por las posibles consecuencias de su operación. “Mano (como me decía él) se me acabó el tiempo”, me dijo. Y ante la incertidumbre que la operación generaba, agregó: “Andresito, le encargo a mi familia”

Vivir esta situación me permitía corroborar, sin ser mi objetivo, lo que una encuesta publicada por una importante revista en Colombia mostró en 2014 ante la pregunta “Qué haría usted si supiera la fecha de su muerte” La respuesta más votada, por un 40% de los encuestados, fue: “aseguraría el futuro de mi familia”

La situación hizo que me preguntara cómo podía ayudar y cómo podía yo, su hermano, dar un manejo apropiado a las complejas circunstancias asociadas a la enfermedad. El dolor y las interpretaciones que de este se hacen, la incertidumbre, el miedo, la inexperiencia, el desconocimiento y la trascendencia, entre otros aspectos característicos del proceso, me llevaron a buscar ayuda.  En esta búsqueda aprendí, gracias al apoyo de la Liga Colombiana contra el Cáncer, de Rosario, mi psicóloga, y de la propia vivencia de la situación, que para William, como para cualquier enfermo en sus circunstancias, es importante poder hablar de la muerte, sus preocupaciones y sus sentires.

Con la familia teníamos conocimiento de que la enfermedad de mi hermano generaba un deterioro progresivo de su capacidad física, de su capacidad comunicativa e, incluso, también podría haberlo generado a nivel mental, aunque no sucedió. Conversar y poner el tema “sobre la mesa” a tiempo, con amor y delicadeza, nos ofreció la oportunidad de desahogo y tranquilidad. Generó un efecto liberador tanto para William como para la familia al no dejar temas pendientes.

En estas conversaciones surgieron temas que aunque difíciles de abordar, eran imprescindibles. La negación a tratarlos oportunamente nos generaría, con seguridad, frustraciones y arrepentimientos ante la duda que se sembraría frente a la toma de decisiones importantes y significativas que no se consultaran y que se avecinaban. Dando por sentada la necesidad de considerar aspectos legales y económicos, fue importante para nosotros tratar temas y decisiones importantes como: ¿Qué siente y cómo interpreta su enfermedad y su dolor? ¿Qué querría mi hermano ante una situación de inconsciencia prolongada? ¿Cómo querría que fueran sus honras fúnebres? ¿Qué quiere decirnos y qué deseos tiene?

Por otra parte, ante la tristeza generada por el dolor y la impotencia, aprendí también que lo mejor que podía hacer por mi hermano, su esposa, sus hijos y la familia, era estar ahí. Acompañar y escuchar son dos cosas invaluables que todos podemos hacer ante las situaciones difíciles, ante la enfermedad y ante la muerte.

En momentos en los que a raíz de su enfermedad fue internado en el hospital, y estando limitado por su condición y por las quimioterapias, le pregunté qué quería. Una vez me dijo algo que me sorprendía por su elocuente simplicidad y significado: “quisiera estar en la paz de mi casa, viendo Bonanza (uno de sus programas favoritos) y quisiera comerme un poquito de atún con arroz y tomate picado” Allí el  me hacía consciente, una vez más, del valor de lo que tenemos y de lo simple en la vida.

Aprendí también que la forma más fácil y tal vez menos representativa de ayudar es dando dinero.  Siempre es bienvenido el apoyo económico ante la adversidad pero, sin lugar a dudas para mí, no es comparable con el hecho de estar con el enfermo y su familia, de decidirse a darle amor, a tener paciencia para comprender sus caprichos y su dolor, a tener la fuerza para trasnochar y lidiar de la mano con la enfermedad, como de hecho lo estaba haciendo la familia. Cuando la vida presenta cosas que no podemos controlar, como la descrita, la compañía y la escucha son invaluables. No sólo para esos momentos, sino como parte del fortalecimiento de los lazos y relaciones que han de perdurar con quienes sobreviven a quien se va.

Durante su enfermedad, con 63 años de edad, pensé en varias ocasiones en cuál había su legado y en si no era muy “temprano” para partir. Fruto de hablar con él, y entendiendo que está claro que todos partiremos y que algunos lo hacen primero que otros en la efímera cronología de la vida, comprendí que el legado de mi hermano ya había sido entregado. Sus hijos, su nieto, sus enseñanzas, su dignidad y las transformaciones que ha generado en nosotros con su enfermedad y su partida, son un legado enorme para quienes compartimos con él y para quienes habrán de ver en nuestros comportamientos el testimonio de lo que él nos enseñó.

Estarán presentes siempre en mi mente su mirada, con sus ojos claros color miel, que me dirigía fijamente como resultado de la seguridad con que afirmaba su verdad. Su inteligencia y sabiduría disimuladas por su timidez. Su pasión por los recuerdos de la familia y por narrar historias de los años 60´s y 70´s, creando un puente entre el hoy y el ayer cuando yo ni siquiera había nacido. Sus dichos sabios y su rostro transformado alegremente por la música de Buitraguito, las rancheras y la comida casera.

En su momento, como hoy en día, también fui consciente del enorme privilegio que es el contar con el soporte de la familia, amigos y allegados. En ese momento, como hoy y siempre,  siento  enorme agradecimiento por sus expresiones de apoyo, por su compañía y por hacernos saber que no es necesario estar juntos permanentemente para comprender que están ahí y que contamos con ellos.

Hoy en día, luego de su partida, sé que mi hermano, a pesar de su padecimiento, fue muy afortunado. Siempre estuvo rodeado de su familia y allegados día y noche. Siempre supo de viva voz y a través de hechos cotidianos lo mucho que fue querido y valorado.

Con esta historia quiero destacar que es natural sentir tristeza y dolor cuando enfrentamos situaciones difíciles en la vida, de la cuales nadie está ni estará exento. Sin embargo, sufrir sin propósito, cualquiera que sea la circunstancia, hace que la desesperanza se adueñe de nuestro corazón.

Para ayudar a dar propósito, sentido, al sufrimiento que una situación difícil y no deseada nos presenta, bueno puede ser preguntarnos: ¿Qué podríamos o deberíamos hacer con esto? Eso fue, por cierto, lo que respondí a mi sobrino cuando me preguntó: “Tío, pero por qué nos pasan estas cosas a nosotros… primero mi abuelita, luego mi hermano y ahora mi papá…”   Ante esa pregunta encontramos algunas reflexiones. La primera: nos preguntamos si habíamos dejado de hacer lo que se pudo y pudimos hacer. La respuesta fue no. Hicimos todo lo que se pudo a nuestro alcance, de manera que “no quedamos en deuda” ni con William ni con nosotros mismos” La segunda: con la partida de mi hermano, aunque dolorosa y no deseada, aprendimos que las “cosas” no duran para siempre y por eso hoy las valoramos más. Que a pesar de que algunos seres queridos parten, otros aún están con nosotros y por ellos también la vida sigue teniendo sentido. Que la salud es un privilegio y como tal hay que valorarlo y cuidarlo. Que mientras estamos en este planeta podemos seguir siendo el testimonio vivo de quienes nos han impactado en la vida o nos han enseñado y transmitido sus valores. Y, una vez más, que el sufrimiento sin propósito genera desesperanza.