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Cuando fui mamerto

El vino caliente no es una bebida sino un contexto: tan pronto ponen a calentar la botella comienza a sonar mágicamente Silvio Rodríguez

Daniel Samper Ospina
19 de julio de 2008

Mi ingreso al Polo me lo propuso un primo: me dijo que era la militancia que menos esfuerzos exigía.

—No te tienes que bañar, no tienes que estar de acuerdo con las personas de tu partido y la actividad política es compatible con la rumba: vas al lanzamiento de un libro y luego acabas en Salomé, bailando salsa. Te dejas el pelo largo, te compras un CD de Los chalchaleros, y listo: ya eres del Polo.

Como sonaba fácil, me animé. Llamé al doctor Holguín, mi líder político, para pedirle su venia, pero me respondió entre bostezos y ni él ni yo entendimos bien lo que decía. De manera que me sentí autorizado y me lancé a la aventura de ingresar al Polo.

Por sugerencia de mi primo me compré una mochila, heredé de mi papá unas botas de gamuza, agarré el saco de lana sobre el cual duerme el perro y con esa pinta acudí a una reunión de jóvenes del partido. No voy a decir que estaba Hollman Morris, pero sí había muchachos que lo reemplazarán en un futuro cercano: por ahí en 70 años.

La cita era en un restaurante que simulaba ser una cabaña alpina; había mucha madera y una luz amarilla y débil. La chimenea estaba prendida y la gente no se sentaba en el asiento sino en el piso, en torno al fuego y con las piernas cruzadas, y cada uno tomaba un cojín para abrazarlo. Como era nuevo y no me tenía fe, no reaccioné a tiempo y me quedé sin cojín y sin puesto. Abandonado a mi suerte, me acomodé como pude en el único espacio que quedaba, justo al lado de la chimenea.

Desde entonces comencé a sentirme mal.

El líder de la reunión pidió vino caliente. El vino caliente no es una bebida sino un contexto: tan pronto ponen a calentar la botella comienza a sonar mágicamente La maza sin cantera, de Silvio Rodríguez.

—No estoy de acuerdo con el compañero -dijo uno que andaba con una chivera y una costra de sopa en el pelo-. Pidamos media de Brandy Domecq: es más barato y más fuerte.

—Cuál brandy ni cuál vino -intervino una mujer de falda larga que parecía ser enemiga furibunda de la cera-. No pidamos trago sino una picada. Me entró el monchis.

Durante más de una hora estuvieron discutiendo qué pedir. Nunca se ponían de acuerdo. Empezaron a insultarse, mientras yo me asaba en silencio. Afortunadamente en ese momento llegó Daniel García-Peña, hizo una colecta y se gastó la plata, no en picadas o trago, sino en propagandas de televisión.

Un tipo con pinta de profesor de sociología sugirió analizar las últimas actuaciones del gobierno. La mujer de falda larga lo interrumpió y dijo que se callara, que él era un capitalista. Un tipo con una boina intervino para decir que primero debían hacer una valoración geopolítica de la situación actual. La mujer peluda dijo que primero debían hablar de lo social, dijo así, lo social, y desde entonces el tipo de la costra en el pelo empezó a estar de acuerdo con ella en todo, con claras intenciones de levantársela.

Se armaron varios bandos. Una mujer que tenía un aire a Mercedes Sosa criticaba lo que uno dijera, fuera lo que fuera. De vez en cuando alguien vociferaba que la culpa era de Uribe, así estuvieran hablando de la última película de Eliseo Subiela. Noté que el tipo de la costra le recitó al oído a la mujer peluda el poema Viceversa, que es tan cursi que es de Mario, pero parece de Armandito Benedetti. Yo sentía una plasta de calor intenso en la media cara que quedaba expuesta a la chimenea, y cada vez me parecía menos cómodo estar allá, sin espacio, sin amigos. Sin cojín.

Me parece bien que los de la izquierda nunca se pongan de acuerdo; que peleen entre ellos todos el día; que a las mujeres militantes no les interese ser bonitas. Pero no entiendo su amor por el fuego. Uno les pone una chimenea y hacen de todo: asan masmelos, tocan guitarra, preparan lomos al trapo, se aparean, cantan la canción Como agua caliente. Y a propósito de esa canción, hay otra cosa que tampoco entiendo: que no beben trago frío. Todo tiene que ser caliente: toman vino caliente, se emborrachan con carajillo, van a teatro solamente por el canelazo del intermedio.

A las cuatro horas, y sin saber siquiera de qué estaban discutiendo, me di por vencido. Nunca entendí nada. Todos se tomaban muy en serio. Ya no seré del Polo, me dije, y me fui de allá. Cuando llegué a la casa sentí una desazón que aún me dura, y, sin saber por qué, en lugar de acostarme en la cama, me senté en el piso. Y durante toda la noche abracé un cojín.

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