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No por mucho madrugar

¿Cuánto tiempo se debe trabajar y cuánto tiempo se debe dormir?

Ana María Ruiz Perea, Ana María Ruiz Perea
14 de noviembre de 2017

Acostarse con el Sol, levantarse con él. Antes de la luz eléctrica y de los aparatos electrónicos gobernando las rutinas cotidianas, los seres humanos seguramente tenían sus ritmos de sueño y vigilia ajustados a los movimientos del Sol y de la Luna, del día y de la noche, de la luz y la oscuridad. Sin faroles ni bombillas, estrenando el fuego como regalo de los dioses para sobrellevar el invierno y darle cocción a los alimentos, los humanos seguramente dormían más horas que el promedio de sueño de los humanos hoy, agobiados por el neón en la calle, los televisores en el cuarto y las tabletas en la cama.

Aunque cada quien maneja su propio ritmo, con más o menos horas de sueño, parece que hay coincidencia entre los expertos en temas relacionados con el sueño, acerca de que, a menor edad, mayor necesidad de pasar horas durmiendo. Los adolescentes, por ejemplo, deberían dormir 9 horas, mientras los adultos generalmente con 7 horas alcanzamos un descanso suficiente.

¿Cuánto tiempo se debe trabajar y cuánto tiempo se debe dormir? Unos neurocientíficos opinan que no por mucho madrugar amanece más temprano, otros que al que madruga Dios le ayuda; es decir, hay quienes defienden que cada quien debe levantarse cuando su cuerpo se lo indique, y otros apuestan por las bondades de ponerse en pie de madrugada.

Los primeros obreros, categoría social que apareció con la Revolución Industrial, se rebelaron contra el trabajo esclavo y lograron reivindicar la política del 8, que es un mandato universal ampliamente desobedecido: 8 horas para trabajar, 8 para no hacer nada y 8 para dormir.

A diferencia de los trabajadores sindicalizados y algunos obreros que cumplen con trabajos operativos o marcan tarjeta, una inmensa mayoría de las personas que trabajamos lo hacemos en jornadas de más de 8 horas. Muchísimas personas se duplican y triplican para redondear los ingresos, se levantan muy temprano, se acuestan muy tarde, acostumbran su organismo y su vida a despertarse cuando aún es de noche y a acostarse cuando ya el cuerpo lanza gritos de auxilio pidiendo descanso y sueño.

En esa dinámica, nada más conveniente que la salida de los hijos lo más temprano posible para el colegio. Los hijos madrugan porque los padres madrugan, porque el comercio, el tráfico, las industrias, las oficinas del gobierno, los consultorios médicos, todo en Colombia funciona desde temprano. Aquí no ser madrugador es sinónimo de flojo, de vago, de necio; cualquier persona, incluidos los vendedores de seguros, se siente autorizada para llamar a otra a las 7 de la mañana. Se supone que a esa hora ya el día laboral de todo el mundo ha comenzado.

Por esa vía llegamos al régimen colombiano de entrada de los niños al colegio, entre las 6 y las 7 de la mañana. Y entre más grande la ciudad, peor les va a los niños: hay que ver a los pollitos bogotanos tiritando de frío recién bañados, esperando la ruta escolar desde las 5 de la mañana, o antes. Llueva, truene o relampaguee. Para que esas criaturas hayan dormido lo suficiente para su edad, deberían estar en la cama a las 7 de la noche. Pero los he visto a las 10 de la noche cabeceando mientras terminan de hacer, en muchos casos, las insólitas tareas que requieren la ayuda de la persona adulta a cargo cuando esta llega del trabajo, las 8 de la noche (con suerte).

Este régimen no se compadece con las necesidades de descanso de los niños, ni con sus horas de ocio, indispensables en todos los seres humanos. Madrugar al colegio y trasnocharse haciendo tareas es forzar a los niños a vivir estresados, aumenta los niveles de intolerancia, de agresividad, de frustración.

Por todo esto, resulta comprensible y sensata la decisión tomada por el alcalde de Soledad, en el Atlántico, de adelantar un piloto pedagógico en la primaria de tres colegios de su municipio, en los que el inicio de las clases será a las 9 de la mañana y los profesores no les dejarán a los alumnos tareas para la casa.

Una medida así recibe fuerte oposición en este país histérico, donde hay gente que piensa que todo alivio de presión académica en los niños es “fomentar la vagancia”, como si para ser mejores personas tuviéramos que cumplir el requisito de aprender a trabajar a los trancazos, angustiados. Yo aplaudo poner en marcha todo mecanismo que haga a los niños más felices, más tranquilos, con mejor descanso, con más tiempo libre para pensar en los juegos que en las tareas, y espero que, ojalá, el piloto en Soledad permitiera repensar una mejor ruta educativa para los niños, a quienes por mucho madrugar la vida no les amanece mejor, ni más temprano.

@anaruizpe

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