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¿Cuánto vale una ciudad?

Semana
18 de marzo de 2002

Una ciudad tiene la condición de ser un encanto o un desencanto. No hay términos medios, porque en el mundo urbano las percepciones, actitudes y espacialidades son una construcción definida y determinada por el ciudadano. En otros términos, la ciudad es la conciencia que tenemos de ella. Por esto, los urbanistas hacen una ciudad y, encima de esa ciudad planeada (ya bajo los conceptos de Le Corbusier o de Christopher Alexander o de otros), los ciudadanos construyen otra que se acomoda a su cultura, a su visión del futuro y a la educación urbana (urbanidad) que poseen. La ciudad, entonces, es una manifestación de las creencias ciudadanas y no una construcción fría que sigue unos parámetros técnicos, las más de las veces ideales y nacidos de los deseos de los urbanistas, que son una minoría y, a la par, viven muy poco la ciudad.



Richard Sennet, en Carne y piedra ha determinado muy bien que una ciudad es la interacción entre los cuerpos de los ciudadanos y las estructuras urbanas. Y que esa ciudad, antes que un conglomerado de objetos, es un conjunto de sujetos que cumplen un papel social dentro del espacio público donde se dan los intercambios y las percepciones básicas de lo político y lo económico, a más de la comunicación intercultural, que es la savia viva de la ciudad, su movimiento. Por esto ciudades como NuevaYork, encantan y otras, como las ciudades museo, terminan desencantando.



En la época moderna, entre los activos de un país, están sus ciudades, allí donde se vive y se produce, se intercambia y se toma conciencia del otro. Y estas ciudades, como la balanza económica no sólo se equilibra con base en las bolsas y el producto interno bruto, cumplen con la tarea de ser las puertas aspirantes del país. O expirantes, según sea el grado de ciudadanía que tenga esa ciudad. Entendiendo por ciudadanía la libertad de movimiento que el ciudadano tenga por calles y avenidas, por aceras y parques, por sitios de diversión y lugares de aprendizaje.



Las grandes ciudades se han caracterizado siempre por tener una ventaja nuclear, es decir, una característica que las hace únicas y apetecibles. Las noches de París y las de Buenos Aires, la vida bohemia y del espectáculo de Nueva York y Nueva Orleans, la magia y la alquimia de Praga, el mundo islámico de Granada, la multiplicidad de religiones de Jerusalén, etc. Esta ventaja nuclear toca con divertimento, cultura, economía, ciencia. Pero, aunque evidencia la calidad de ciudad, no la determina del todo. Porque la ciudad sigue siendo la gente, el hombre de la calle, el artista y el taxista, la muchacha que va al colegio y el que discute en un parque, en fin, las expresiones ciudadanas crecientes, que son las determinantes del espacio público (la única ciudad real).



Cuando se quiere vender una ciudad, es decir, en el momento en que se la quiere dotar de ventaja nuclear y por extensión de ventaja competitiva, los primeros sujetos de esta venta habrán de ser los propios ciudadanos. Si ellos admiten su ciudad y la viven en sus variados espacios, la ciudad comienza a existir. Y sólo la viven cuando la cruzan de un extremo al otro, cuando evitan las burbujas urbanas (habitar sólo un espacio de la ciudad) y la entienden como un todo que es habitable en el día y en la noche, en el hoy y en el ayer (su historia), en la cultura básica y en las contraculturas. Una ciudad es un bien común utilizable para vivir y sentirse tranquilo en cualquier espacio.



Cuando el ciudadano admite su ciudad y la vive, cuando se la ha apropiado porque en ella encuentra lo necesario para sentirse a sí mismo y en el otro, en ese momento la ciudad se puede ofrecer al exterior. No antes, porque una ciudad sin sentido de ciudadanía (sin espacialidad creada y vivida permanentemente por el ciudadano) termina siendo un fiasco, cuando no una experiencia terrorífica, como la ciudad aquella de la que habla Alfred Kubin, el famoso ilustrador checo. Es que allí sucede como pasa en buena parte de América Latina, donde se dan ciudades que odian los propios ciudadanos.



Una ciudad con ciudadanos es la parte vieja, y la nueva las calles especializadas y los grandes almacenes, los sitios de cultura y los parques donde se manifiestan los cambios generacionales; es el día para los negocios y el estudio, y la noche para el descanso y el amor. Y, antes que todo, es una vida en la que yo me involucro para sentir. La ciudad, como ya lo sabían los romanos y los babilonios, es una experiencia que se busca repetir porque generó en mi amor hacia esa ciudad. Por esta razón (como dice David Ogilvy, el gran redactor publicitario), no hay mejor publicidad que una demostración de que la ciudad es vivible. Demostración que se le hace a los propios ciudadanos y, por efecto de acción-reacción, a los turistas. O, en términos de Fernando González (el filósofo de Envigado), el mejor sitio es aquel lugar donde es bueno estar vivo.



Hubo un tiempo en que las ciudades colombianas, las que cantó Lucho Bermúdez y la Billos Caracas, se caracterizaron por el hecho de ser habitables en todos y cada uno de los sectores que tenía la ciudad. La ciudad era el aseo, el orden y la disciplina en el día; la comida, la diversión, el baile y la pasión en la noche. Tenían el encanto de la vida. Hoy ya son otra cosa. Y de nada valen los afiches y los spots televisivos para promoverlas. Es que los propios ciudadanos se esconden a su ciudad, matándola.



Alguien me decía alguna vez por qué Madrid era una ciudad insoportable, en tanto que Berlín (con la disciplina alemana) era una gran ciudad. La razón era muy simple. En Madrid el pensamiento provinciano es una constante. Allí se excluye al otro, se lo señala, ven pecados por todas partes en la noche y ejercen la envidia y el miedo por el día. No hay ganas de vivir y toda su actividad no es otra cosa que hablar mal, legitimando la frase aquella de que pueblo que no tiene cultura se pega de la religión y política. En Berlín, en cambio, está el orgullo del ciudadano por su ciudad, lo que lo lleva a participar de ella en cada momento y sector. Y así se vende la ciudad, como un espacio donde existe la vida, no donde se la prohíbe.



Una ciudad vale lo que sus ciudadanos (desde el alcalde hasta el último de sus habitantes) sientan por ella. Vale miedo, si se siente temor. Vale alegría, si se diente dicha. En términos generales, vale la calidad de sociedad civil que tenga. Marshall Berman decía, al referirse a la ciudad: todo lo sólido se desvanece en el aire, porque las cosas antes que cosas son hechos de relación, es decir, acontecimientos entre los hombres y los objetos.



*Columnista y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín

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