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No quiero ser santista, pero me toca

El uribismo nos unió. No sabía que fuéramos tantos los comunistas ateos.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
6 de junio de 2014

Cuando supe que la segunda vuelta electoral estaba entre Óscar Iván Zuluaga y Juan Manuel Santos, invité a Álvaro Uribe a Las Acacias con el ánimo de emborracharlo: quería que el expresidente bebiera hasta que se le saliera el diablo, y que fuera el diablo mismo quien me ayudara a elegir. Me senté en la mejor mesa. Pedí uchuvas, trozos de coco, media de aguardiente. Y le marqué:

–Venite Álvaro – le dije–. Acá te espero.

Una hora después, el expresidente llegó hasta la entrada del restaurante, se emboló los zapatos y se largó envuelto en una nube de periodistas. He debido imaginarlo. Las Acacias es una institución en la oferta gastronómica de Bogotá. Y ya sabemos lo que a Uribe le importan las instituciones. La próxima vez lo cito en un lugar que le merezca respeto: no digo la Fiscalía. Pero sí La Margarita del 8.

Hay varios asuntos que jamás podré perdonarle a Uribe. El peor es que por su culpa me volví santista.

Sí. Como suena. Lo digo en voz alta y me impresiono: voy a votar por Santos. No es fácil reconocerlo, pero uno debe aceptarse tal y como es.

Me duele porque hasta la fecha fui una persona de bien; un ciudadano decente dispuesto a votar por Mockus, por Fajardo y por cuanto político limpio y lateral surgiera. Y no es fácil reconocerme convertido en este elector fruncido que reza todas las noches para que a Rafael Pardo no lo confundan con Rodrigo cuando reparte volantes en Unicentro, y ora para que a David Luna alguien lo reconozca en TransMilenio: ¿en qué momento sucedió todo? ¿Desde cuándo hago fuerza al lado de Roy, de Armandito Benedetti?

Votaré por Santos. Suena horrible, pero es así. Y cruzo los dedos para que salga a flote lo peor de él, para que fluya su maldad y pueda derrotar al Mussolini antioqueño.

Y no lo digo por temor. Cuento con pocos, pero influyentes amigos dentro del Centro Democrático que abogarán por mí en el “juicio implacable” advertido por mi maestro José Obdulio. El 8 de agosto, el uribismo abrirá una corte pública en Corferias presidida por María Fernanda Cabal para arrasar con “el comunismo ateo”, y mis influencias van a interceder para que me asignen una buena pesebrera en las caballerizas de Usaquén; me pongan electrodos únicamente de la cintura para arriba y me suministren algodones cuando, en la celda de al lado, Ramiro Bejarano entone la canción Rasguñan las piedras.

Pero pienso en los demás y me duele por ellos. No quiero sonar fatalista. Sé que un regreso de Uribe al poder tendría aspectos positivos, como los falsos ídem. Que María Fernanda Cabal sería ministra de Cultura; el hacker Sepúlveda, de Comunicaciones; Pachito, de Educación y Energía, porque los fusionará, y Rito Alejo del Río negociador de paz.

Pero me conozco a mi gente, y ya me veo a Dago García inspirándose en el régimen uribista para filmar la versión colombiana de La Noche de los lápices. Y eso no lo podemos permitir.

Heme, pues, convertido al santismo. Heme acá prendiéndole velas a Ñoño Elías para que salve el Estado de Derecho. Integro esta insólita mezcolanza de oligarcas bogotanos, políticos tradicionales e intelectuales de izquierda, que, contra sus propios deseos, apoyan al presidente candidato. El uribismo nos unió. No sabía que fuéramos tantos los comunistas ateos.

Víctima de este híbrido increíble, a veces no sé si ponerme un pantalón color pastel, como la gente de Anapoima, o repartir tamales, como los políticos de Sucre. O si ponerme un pantalón color tamal. Y repartir pastel. Pero estoy listo a enfundarme en una chaqueta de paracaidista, como la del bodyman, y treparme a la gran tarima nacional para levantar los brazos con Yahir Acuña y Mockus, Vargas Lleras y Petro, Carlos Urrutia y Clara López. Eso somos. En eso me convertí. A veces sueño que ganamos y que me abrazo a Roberto Gerlein, los dos con los pantalones hasta las tetillas, en medio de una lluvia de confeti. Qué triste es todo.

Aspiro a que esta pesadilla cese pronto. No soporto un nuevo debate en el que Santos responda que su último gesto de amor fue cuando le tocó abrazar a la mamá de un policía, mientras Zuluaga pide que le repitan la pregunta. No soporto, en general, un debate más: en el primero de RCN había cuatro periodistas y cinco candidatos: nueve personas. ¿Iban a bailar? ¿No es preferible que los periodistas se sienten de espaldas y se volteen cuando les guste la respuesta del candidato? O al revés: ¿no es preferible hacer de cada debate un reality para que los candidatos elijan al mejor presentador de Colombia? No podría participar Ricostilla Calero porque es el telonero oficial de Santos. Se prestaría para comentarios. Tampoco Jairo Alonso, porque se peina con blower, como el esposo de Marta Lucía Ramírez, y también se prestaría para comentarios. Ni Virginia Vallejo, en fin, porque también se prestaría para comentarios. La idea, de todos modos, es que al final elijan a Luis Carlos Vélez como presidente de la República para que figure menos. Aquí dejo la inquietud.

Así es la vida. Votaré por Santos para atajar a Uribe. Y en caso de derrota ahogaré penas en Las Acacias. Pediré media de aguardiente y uchuvas, porque ya con Uribe en el poder sobrará el coco.