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La carta de mi hija

Las axilas de doña Rosario expresan la forma en que se puso la cosa con Nicaragua: peluda. Enredada. Y no huele nada bien.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
26 de marzo de 2016

Tomé el taxi, me acomodé en la silla trasera y leí en la pantalla del teléfono la conmovedora carta de la hija del presidente de Bancolombia, y reconozco con valor que no pude contenerme; que rompí en llanto desde el segundo párrafo, al punto de que el taxista, alarmado, me preguntó si estaba bien.

–Sí, es que me conmovió este ejecutivo que dejó de trabajar por su hija…–Y yo que trabajo por la mía…

–Pues tiene que parar, señor, dedicarle tiempo… Mire esta parte: “Yo quiero tener papá por mucho tiempo, quiero que me veas graduar, que me entres a la iglesia, que cargues a mis hijos y para eso necesito que te cuides…” –leí conteniendo el puchero–: eso es lo que tenemos que hacer, señor, dedicar más tiempo a nuestros hijos…

–Pero a qué horas –me respondió– si luego de este turno me voy a vender empanadas porque la plata no me da: estoy pagándole un préstamo al banco y los intereses me están matando.

–¿A cuál banco?

–Pues a Bancolombia.

Lamenté en silencio que existieran personajes insensibles, como el taxista de marras, al que el huidizo paso del tiempo se le va de las manos mientras hace carreras de un lado al otro de la ciudad, en lugar de jugar con sus hijos.

Y repasé, en cambio, las declaraciones del doctor Yepes, quien ahora se dedicará a explotar los pequeños y olvidados placeres de estar vivo: “Tocar piano, aprender italiano, y hasta comer un helado con la señora, es decir, volver a lo simple y a lo básico”, en sus palabras. Entonces rogué a Dios para que hijos de todo tipo de personas reclamen a sus papás por el tiempo que dilapidan en el trabajo: ejecutivos, médicos. Vendedores ambulantes:

–Papi, casi 15 horas diarias vendiendo esos Bon Ice en el semáforo: renuncia, quiero que me entregues en el altar, que cargues a mis hijos, que aprendas italiano.

Y recordé un viejo poema que leí ya no recuerdo si en una antología literaria o bajo el vidrio del pupitre de un compañero de contabilidad, que decía: “Si pudiera volver a vivir mi vida nuevamente, en la próxima trataría de cometer más errores, comería más helados y menos habas, montaría más en calesita”.

Y uniendo ambas enseñanzas, reflexioné a fondo. La verdad es que yo también malgasto las horas trabajando. Las noticias colombianas, de las que debo hacer juicioso seguimiento por mi actividad periodística, me tienen al borde del colapso. No puede ser sano dilapidar la existencia en estar pendiente de lo que diga María Ángela Holguín, por ejemplo. Si muriera mañana, me dije, habría invertido los últimos momentos de mi vida en comprender el diferendo limítrofe con Nicaragua: ¿no es eso deprimente? Llevo dos días leyendo la prensa de Managua. En una página, incluso, observé una foto de doña Rosario de Ortega, la primera dama del país, con los brazos en alto. Dios santo. Jamás había visto tanto chamizo capilar en una axila: ¿esas son las famosas selvas de Nicaragua? ¿Cómo será el tapete si así son las cortinas? ¿Cuántas especies habitan allá? ¿No podemos inducirla a que inicie una huelga de brazos caídos? Entreguemos el mar que haga falta si, a cambio, ella se depila: llevemos esa propuesta a La Haya. Es lo mejor para la región. Para la región axilar, al menos, porque las axilas de doña Rosario expresan la forma en que se puso la cosa con Nicaragua: peluda. Enredada. Y no huele nada bien.

El hecho es que, camino a casa, reflexioné de lleno: algo estoy haciendo mal para que los días se me vayan analizando la situación con Nicaragua o, peor aún, los pelos axilares de la mujer de Ortega.

Inspirado en el ejemplo del doctor Yepes, por eso, tan pronto como crucé la puerta convoqué a mis hijas y a mi mujer, y les leí la carta.

–Yo también quiero renunciar –les dije luego, mientras me secaba las lágrimas una vez más–: quiero volver a lo simple, a lo básico: aprender italiano, comerme un helado con la esposa del doctor Yepes.

–¿Helado de qué sabor? –preguntó mi hija menor.

–¡Eso es lo de menos! –la regañé.

Observé entonces que la mayor tomaba una hoja y un lápiz, y deseé con el alma que me escribiera una carta semejante a la del banquero.

–Quiero montar más en calesita

–insistí.

–¿Qué es calesita? –preguntó la menor.

–Aún no lo sé. Pero es lo que quiero.

–Estrellé el carro y está en el taller –dijo mi esposa, como único comentario.

En ese momento, mi hija mayor interrumpió la charla.

–Mira, papi –dijo–: yo también te hice una carta.

Embriagado de emoción, la tomé en mis manos suponiendo que en ella me exigiría calma y presencia para entregarla en el altar y cargar a sus hijos, ojalá en ese orden.

Pero en medio de tachones, y con la letra propia de una niña de 9 años, o de un senador de Sucre, me pedía que trabajara más; que dejara de estar en la casa desde tan temprano “con esos Crocs horribles que te pones cuando llegas”; que no soportaba que yo dejara “boronas en el sofá donde ves fútbol” y decía que yo todavía tenía para dar cosas muy grandes en la oficina.

Al día siguiente me prometí a mí mismo que si salía temprano de la oficina no iría a la casa: que quemaría tiempo montando en calesita. Siempre y cuando consiguiera averiguar qué diablos es una calesita.

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