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Informe del exorcismo a Paloma Valencia

Le tiré agua bendita y una constitución, y mis ojos vieron cómo se desvanecía entre humos, como el actual gobierno, hasta quedar privada en el suelo.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
27 de septiembre de 2014

Llevaba años sin practicar exorcismos, pero todo cambió el día en que la observé por televisión. Me contaron que se llamaba Paloma. Que era una senadora colombiana y que estaba poseída por una presencia maligna que la impulsaba a lanzar improperios y andar con el pelo electrizado. Pero no lo creí. Hasta que observé su comportamiento durante un debate.

Soy el padre Amorth, experto en exorcismos. Vivo en el Vaticano. Jamás había visitado Colombia, un extraño país del trópico en el que suceden fenómenos tan inexplicables como que, a la fecha, la máxima obra del alcalde de la capital haya consistido en pintar de amarillo el borde de los huecos del asfalto, o que el vicepresidente de la República ande vestido de albañil y afirme en diversas entrevistas que por decisión de su jefe se convirtió en obrero. Uno lo ve por la calle, con su casco blanco y su chaleco de bolsillos, y piensa que es un amable vendedor de Homecenter. Pero tan pronto como comienza a relacionarse con los demás gritándoles groserías, supone que efectivamente es un obrero, o al menos un aristócrata que juega a ser zarrapastroso, exactamente al revés de su antecesor.

Sin embargo, de todos los asuntos extraños de este cafetal malsano, pocos han sido tan sorprendentes como el de la paciente de mi exorcismo. Sí. Hablo de Paloma. La senadora Paloma Valencia.

Debo decir que en dicha república bananera había una cruenta lucha política entre dos bandos: el de la derecha y el de la ultraderecha. Al segundo pertenecía la senadora Paloma. Como en ese país todo era asombroso, al bando de la derecha pertenecía un senador de la izquierda radical, de apellido Cepeda, que solía vestirse con una camisa cuyo diseño estaba inspirado en Mauricio Cárdenas, porque no tenía cuello, como las de Nehru. Bien. El señor Cepeda había citado a un debate al líder de la ultraderecha, el doctor Álvaro Uribe. Y fue entonces cuando la señora Paloma pidió la palabra para defender a su jefe, y terminó desencajada: el pelo se le esponjó; lanzó alaridos. Y por poco convulsiona.

Sospeché que estábamos ante un evento demoníaco porque la senadora no tenía motivos para entrar en semejante estado de rabia. Cepeda acababa de darse un baño de popularidad, es cierto, pero, bien mirado, todo baño que tome alguien de izquierda es motivo de celebración: cuando citen un debate en su contra, podrán acusarlo de todo, menos de lavado.

Por eso, en un inicio supuse que la senadora sencillamente se encontraba despeinada, muy despeinada, y me resultó paradójico que, mientras ella le echaba cepillo a Uribe, Uribe no hubiese tenido la caridad de hacer lo propio con ella, al menos para la transmisión televisiva. A lo mejor estábamos frente a la verdadera doña Mechas, o alias La mechuda o la mismísima loca de las naranjas del comercial del excandidato y extítere Óscar Iván Zuluaga, que ahora se sienta en una sillita en el Congreso, al lado de su jefe, a colorear.

Sin embargo, la senadora entró en trance y comenzó a gritar que el doctor Uribe era el nuevo Simón Bolívar. Y ahí lo supe. Supe que el Mal estaba en ella. Que el Maligno la habitaba. Que en el Capitolio estaba sucediendo un fenómeno paranormal. Es decir: otro. 

La visité al día siguiente en la diminuta oficina que le asignaron en el Senado. Calenté una conversación anodina con críticas al doctor Uribe, para medir su reacción. Y entonces sucedió: cuando afirmé que el uribismo estaba incendiando al país, la señora Paloma tiritó como epiléptica. Emitía desgarradores bufidos. Y se largó a hablar en lenguas: hablaba en paisa, usaba diminutivos, me decía “hijito”.
Puse los dedos en cruz y me le acerqué de frente.

–Presencia maligna, ¡sal de este cuerpo!

La cabeza comenzó a girar sobre su mismo eje y vomitó una retahíla verdusca de elogios a la seguridad democrática.

– Espíritu del mal: en nombre de todos los santos, salvo de Pachito, ¡abandona a esta mujer!– le ordené.
Pero ella se retorcía como un resorte, y hablaba con una extraña voz de ultratumba sobre la retoma del poder y una división en las fuerzas militares para lograrlo. 

–¡Obedece, Belcebú!– exclamé.

Entonces me lanzó una mirada de brillo rojo, y me dijo:

– Quiéreme, hijito: yo fui gran amigo de Guillermo Cano; ¡respéteme!

–En el nombre de Cristo, y del resto de ministros del despacho, ¡deja en paz a esta ejecutiva, Maligno!– dije vehemente.

– Jimmy Chamorro me apoyaba antes de recibir cheques de la mafia, hijito.

– ¡Sal ahora, diabólico!

Y entonces comenzó a insultarme:

– ¡Santista!, ¡enmermelado!, ¡castrochavista!

 Le di una copa de aguardiente, a ver si se le salía el diablo, pero no obtuve resultados. Le tiré agua bendita y una Constitución, y mis ojos vieron cómo se desvanecía entre humos, como el actual gobierno, hasta quedar privada en el suelo. 

Un rato después se levantó cansada y no recordaba nada de lo que acababa de suceder. Y un poco más tranquila partió a sesionar. 

En la calle supe que el Maléfico la había abandonado –al menos parcialmente– porque según las noticias votó en contra de la reelección, y de la emoción me tropecé con un hueco pintado de amarillo. Ojalá lo repare el obrero Vargas Lleras.

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