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Pachito, alcalde

Opté por colombianizar algunos clásicos infantiles porque los niños aprenden con cuentos. Como los uribistas.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
6 de septiembre de 2014

Tengo dos hijas de 6 y 7 años que saben de política electoral lo mismo que Enrique Peñalosa: es decir, nada. Desde hace una semana la menor de ellas perdió su Furby y mi vida se convirtió en un calvario.– -

-¿Qué diablos es un Furby? –le pregunté cuando se me acercó llorando–.
–Una marioneta que arruga la cara y es toda tierna –respondió sollozando.
– ¿Como Óscar Iván? 
– ¿Quién es Óscar Iván? –-me preguntó entre pucheros.
– El excandidato de Uribe –le expliqué.
- ¿Uribe? ¿Cuál Uribe? –intervino su hermana mayor.
– Es el señor que salió en el noticiero: el que gritaba cosas montado en un caballo.
– ¿Ese no era Woody, el de Toy story?
– No, Woody es educado –la corrigió su hermana.
– Pero estaba con el señor Cara de papa, o sea que sí era Woody –dijo la menor.
–Ese –les advertí– era el doctor Valencia Cossio, presidente del comité de transparencia del Centro Democrático: me hacen el favor y lo respetan. 
– ¿A quién, al señor Valencia o al señor Cara de papa? –inquirió la grande.
– A ambos –titubeé yo.
– Bueno: pues se  me perdió el Furby –interrumpió la menor–. ¡Maldita marioneta! ¡No sirve para nada! 

Me preocupó que mi hija gritara las mismas frases del expresidente Uribe el día de la derrota electoral, y desde entonces me propuse enseñarles a ambas algunos asuntos de la vida política colombiana con el fin de que, por contraste, aprendieran a comportarse. 

Opté por colombianizar algunos clásicos infantiles que fueran moralmente ejemplarizantes, porque, finalmente, los niños aprenden con cuentos. Como los uribistas.

Escribí una variación criolla de los tres cerditos en que el gobierno les adjudicaba una casa de ladrillo; Santos dormía con ellos la primera noche y al día siguiente posaba frente a las cámaras sentado en una suerte de retrete, y al final, llegaba el lobo, que vendría siendo César Gaviria, y soplaba. Y al soplar escupía un diente. 

Después elaboré otras historias: la del flautista de Hamelín, encarnado en Moreno de Caro, quien caminaba hacia el Congreso seguido por una estela de ratas de todos los partidos que al final ingresaban a la Unidad Nacional. O la de la pastorcita mentirosa: una niña de apellido Piraquive que montaba una iglesia cristiana y no permitía el ingreso al púlpito del Jorobado de Notre Dam. O la del Popeye colombiano, un marinero que salía de la cárcel de Cómbita y confundía con espinaca el ladrillo de marihuana que alguna vez Santos olfateó delante de las cámaras. Incluso aventuré una más en que Winnie the pooh venía a Colombia, cambiaba la miel por la mermelada oficial, clavaba una tachuela en la cola de Andrés Pastrana creyendo que era su amigo burro, y era perseguido por el procurador, quien lo señalaba de ser activista LGTBI.

Pero escribía y escribía, y los textos no arrojaban ningún saldo pedagógico: solo producían redondos bostezos en la boca de mis hijas, en especial cuando recité una versión moderna de La gata bandida, en la que me vi literalmente a gatas para encontrar rimas con Enilse. 

Se me ocurrió, entonces, recorrer el camino contrario: encontrar un personaje de nuestra vida política que fuera abiertamente compatible con el mundo de la literatura  infantil: hallar una suerte de mono animado, pero de carne y hueso, a todas luces tierno, a todas luces díscolo, capaz de liderar una saga moralizante a través de la cual los niños aprendieran a no ser como él. Y esa persona no podía ser otra que Pachito Santos.

Y así lo hice: publiqué una serie inspirada en su biografía: Pachito se pelea con su primo; Pachito electrocuta un estudiante; Pachito guarda silencio por un mes. Me faltó Pachito bombardea una escultura de Arenas Betancur, capítulo que descarté por violento. 

Pero observo que la serie ya quedó desactualizada porque, según El Tiempo, esta tarde Pachito lanzará su aspiración a la Alcaldía de Bogotá en el salón comunal de Marsella, una sede anteriormente salada por Uribe. Y todo confluye a su favor: hasta la Policía le hace un guiño a su candidatura con las pistolas Taser.
Yo sé que nuestro personaje merece un destino diferente al de observar el arte erótico que pinta su mujer, deliciosamente inspirado en él. Y reconozco que ser el único bogotano al que todos manosean aun sin subir a Transmilenio tiene un mérito. Aun más: comprendo que quiera adueñarse del millón de votos obtenidos por Zuluaga en Bogotá, porque conforman un verdadero bloque en la capital, como era su sueño.

Pero seamos francos: a la ciudad no le cabe un hueco más. Ni siquiera Pachito. Y pasar de Bacatá, la mascota de Petro, a Pachis, la mascota de Uribe, sería deprimente. 

Por eso, mi solicitud es que deponga la candidatura y asuma un desafío que sí pueda superar. Y a eso voy: el tal Furby de mi hija no aparece. Y yo vivo un calvario, porque la niña resultó furbirista. No quiero que Óscar Iván lo reemplace porque aún tiene demasiados asuntos por explicar. De modo que Pachito es el único peluche que puede sacarme del apuro. Le pido, pues, que acuda en mi rescate. Mi hija no notará la diferencia. Y el señor Cara de papa puede vigilar el proceso para que se haga con transparencia. 

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