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Mi primer examen de próstata (o por qué no votaré por Clara López)

Después de tres pésimos gobiernos distritales, la izquierda ha demostrado que cuando no es corrupta, es inepta. Apoyaré, entonces, a Peñalosa.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
23 de octubre de 2015

Tomé la decisión de no votar por Clarita López el mismo mes en que me practiqué mi primer examen de próstata. En realidad, llevaba varios meses practicándolo, aunque en el sentido más estricto de la palabra: ensayaba gestos de tranquilidad frente al espejo, con la esperanza de replicarlos cuando enfrentara el tenebroso momento en que un médico desconocido, a cuyos papás jamás he visto, con quien jamás me he tomado trago alguno frente a la chimenea, y quien no sabe, en fin, qué música me gusta o cuáles son mis sueños, consiguiera de buenas a primeras un nivel de intimidad que nadie nunca ha tenido conmigo jamás. Ni tendrá. Nadie nunca. Jamás.

La vida del hombre es un conteo regresivo para llegar a su primer chequeo prostático. Desde los 37 años me venía preguntando cómo sería ese momento; si mi urólogo sería hincha de Millos o de Santa Fe; si sería amable. Y ahora me llegaba el momento de averiguarlo. Y de convertirme en un hombre de verdad.

Cumplir 40 años es un asunto que no le deseo a nadie: ni a Enrique Gómez. Ni a José Galat. La vida cambia drásticamente. Un día cualquiera uno se despierta y descubre súbitamente que ya está viejo y que cualquier resistencia al paso del tiempo únicamente agravará la situación: en vano resulta inscribirse a un gimnasio, adquirir el hobby de subir a Patios en bicicleta o ceñirse pantalones color pastel. Todo pataleo contra el paso del tiempo deteriora la dignidad de quien lo protagoniza y pospone el privilegio de poderse declarar, como yo, viejo de antemano.

Desde que tengo 40 me levanto al baño al menos dos veces en la noche y a partir de la segunda no puedo conciliar el sueño; me molesta el volumen de la música de los restaurantes; doy la vida misma por no tener que salir de noche y mi concepto de rumba se modificó de manera drástica: ahora una noche movida consiste en llegar despierto al tercer chisme de CM&. Si hay ñapa, debo tomar Red Bull.

Dentro de esos cambios también viene la ansiedad de saber que se aproxima el día más esperado de la vida, la cita con el doctor Manotas: el ritual de iniciación de la madurez.

El mío llegó el jueves pasado. Ese día me senté en la sala de espera con 20 minutos de antelación y estuve a punto de huir cuando dijeron mi nombre en voz alta. Atravesé la puerta del consultorio sin sentir las piernas, casi flotando, y entonces pude verlo: allá estaba el médico que lideraría mi tránsito al verdadero mundo de los adultos.

Se parecía a Alfonso Valdivieso y era particularmente frío. Aquella imagen que había recreado en la cabeza, en la cual yo salía del biombo, en prendas menores, pero obedeciendo a determinado preámbulo de charla amable, con un urólogo bonachón parecido a Pacheco, resultó, en la vida real, un episodio parco y breve: Valdivieso se levantó las gafas, leyó una ficha médica, se puso de pie, me ordenó hacer lo propio, y buscó un guante en el gabinete.

–Bájese los pantalones –me ordenó–: esto va a molestar.

Nunca supe a cuál molestia se refería: ¿a que se pusiera un solo guante de látex, solo uno? ¿A que se situara en mi retaguardia con el ceño más fruncido todavía? ¿A que, repentinamente, y para decirlo en términos metafóricos, hiciera conmigo lo que Maduro con Colombia, en una vejación de mi zona fronteriza que arrastraba a su paso sentimientos de irritación e impotencia?

En un chasquido de dedos, el urólogo cumplía en mí el sueño franquista de Alejandro Ordóñez: atacar con sus falanges. Lo hacía impávido y mecánico mientras en ese momento yo tenía un pensamiento para mi tío Ernesto, a quien también sucedían cosas tremendas a sus espaldas.

El doctor Valdivieso dio un parte de tranquilidad.

–Todo está bien –dijo, seco, mientras se retiraba el guante–: vístase.

–Se podía ser más especial, ¿no? –respondí herido de desdén.

Abandoné el consultorio y caminé por las sombrías calles bogotanas mientras sentía que todos me observaban. Y una vez llegué a la casa me sentí otro: al fin había atravesado el umbral, ya estaba de este lado de la vida. Atrás quedaron las cuatro décadas en que fui joven. En adelante me espera la madurez, el envejecimiento; tomar todas las decisiones con la cabeza.

Y la primera consistirá en no votar por Clara López. Lo decidí en el acto. Y explico mi posición.

Yo adoro a la gentecita de izquierda e incluso en mis años mozos fui uno de ellos: por este esófago rodaron litros de vino caliente; esta boca moduló decenas de veces ‘La maza sin cantera’; este nombre, mi nombre, fue pronunciado por varias meseras de El Bulín.

Pero eso era antes, cuando no era cerebral. Ahora no me engañan. Después de tres pésimos gobiernos distritales, la izquierda ha demostrado que cuando no es corrupta, es inepta; y que su revolución social consiste en comprar apoyos con subsidios.

Por eso he decidido votar con madurez. Pensé en hacerlo por Pardo, pero Serpa apostó su bigote si Pardo no ganaba la Alcaldía, y sueño con que lo pierda (Clarita también lo apostó y también lo puede perder).

Apoyaré, entonces, a Peñalosa, quien, a pesar de su historial de torpezas políticas, es el mejor gerente para la ciudad. Si gana dormiré plácido, al menos hasta la segunda levantada al baño.

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