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Réquiem por la condesa de Pereira

Me visualicé explicando a la senadora que los derechos de las minorías no se pueden someter a votación.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
30 de julio de 2016

Abrí el periódico, lo extendí sobre la mesa de la cocina y encontré el aviso mortuorio que, para mi gusto, es a la vez la noticia del año: “Carlos Mattos Barrero invita a la misa en la capilla privada de la catedral de San Patricio de la ciudad de Nueva York en honor a la condesa Nubia Arenas de Braschi”.

–Haz la maleta y mete lo más elegante que tengamos –pedí a mi mujer–: de esta no nos blanquean por nada del mundo.

Y lo decía de corazón. A la fecha, nos han sacado de todos los acontecimientos sociales que suceden en el país: la boda de Alejandro Santo Domingo –que fue hace tres meses-, el matrimonio de María Antonia Santos –que fue hace dos meses–, los cocteles de las hermanas Lara –que son todos los meses–: no iba a permitir, ahora, que se llevara a cabo el funeral de la condesa colombiana Nubia Arenas, mientras nos quedábamos en la planicie social bogotana sin eventos qué atender; mucho menos después del llamado de Carlos Mattos que, en un gesto de compasión cristiana, y embebido por su elegante sencillez y su reconocida humildad, pautó en un diario de circulación nacional invitación pública para asistir a una misa fúnebre en Nueva York. 

La esquela funeral me llenaba de tristeza, naturalmente, pero, así resulte paradójico, a la vez me inundaba de orgullo: ¿alguien sabía hasta entonces que Colombia contaba con una condesa? ¿No es ese el primer paso para que el país salga de su atraso? 

Imaginaba, además, que la invitación del doctor Mattos incluía cupo en su avión privado: aquella nave sideral de lavamanos dorados e inodoro de marfil que el destacado magnate mostró en un célebre programa español, en el que documentaban la vida de millonarios de todas partes del mundo, fueran del tamaño que fueran. Y suponía también que durante las largas horas de vuelo podría sentarme con él, hombro con hombro, para que me detallara pormenores de sus problemas con la Hyundai y me actualizara sobre la suerte de su hermano Poncho.

Pero mi esposa fue cortante: –Concéntrate en noticias importantes -me dijo-; se supone que eres periodista… –¡Pero qué noticia puede ser más grande que la existencia de una condesa pereirana, por favor! –Habla del plebiscito, por ejemplo. O de la propuesta de Viviane Morales. 

Desconocía, hasta ese momento, que la senadora Viviane insiste en promover un referendo abiertamente discriminatorio para que las parejas homosexuales no puedan adoptar hijos: debe suponer que ser homosexual equivale a ser depravado; y que quien sea gay terminará defendiendo los intereses de la guerrilla, el Congreso, el cartel de Cali y los paramilitares, entre otras aberraciones. Pero me visualicé escribiendo una columna en que explicaba a la senadora que los derechos de las
minorías no se pueden someter a votación, y pensé, compasivo, que a lo mejor Viviane no necesite regaños, sino amor: ojalá la adopten Gina Parody y Cecilia Álvarez. Y la lleven de viaje, como yo, que me disponía a viajar para dar el último adiós a la condesa de Pereira.

Busqué argumentos para que mi mujer comprendiera la importancia del evento, y navegué en diversas páginas digitales en busca de información. Doña Nubia Arenas no solo fue, junto con el príncipe de Marulanda, la primera representante risaraldense de la realeza internacional, sino una gran relacionista que luchaba por los más desamparados: hasta el último momento de su vida procuró abrir un centro de estudios de moda en Pereira, pero, al decir de su sobrina, “nunca encontró el apoyo de las instituciones públicas”. El resultado salta a la vista. Observen cómo se viste el expresidente Gaviria, por ejemplo. 

Pero tuvo doña Nubia otros méritos, aparte del nada sencillo de llamarse Nubia Arenas y ser condesa. Y fue, justamente, haber establecido relación amorosa con Pierre Braschi, conde de San Marino. 

San Marino no solo es la sede de la importante universidad donde una amiga de Betty la Fea, y el propio alcalde Peñalosa, cursaron estudios universitarios. San Marino es también el principado del que don Carlos Mattos ha sido cónsul honorífico por años, y la privilegiada zona del mundo que le ve lucir con mayor comodidad el impecable traje de lino color curuba, y los mocasines y las gafas oscuras que ya son parte de su indumentaria social. 

No descartaba, entonces, que después de asistir a la misa en la catedral de San Patricio, el propio Carlos nos invitara a pasar una temporada en su casa quinta de San Marino. Y digo quinta presumiendo que tiene más de cuatro casas. 

Así se lo hice saber a mi mujer. –No podemos hacerle este desplante a Carlos –le dije–: te ruego atendamos la invitación y vayamos a Nueva York. Pero era como hablarle a una pared. Ahora sé lo que siente la pobre Nora de Pastrana. 

Únicamente cuando observó que ya tenía la maleta armada, me señaló la fecha del periódico: el funeral había sucedido dos meses atrás: ¡dos meses! “¿Esa es la paz de Santos?”, pensé, preso de rabia. E, indispuesto por el equívoco, pensé en marcharme de la casa a un lugar en el que de verdad recibiera amor. 

Pero desistí por miedo a que me terminaran adoptando Viviane Morales y Carlos Alonso Lucio.

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