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Un sirio en Venezuela

De paso, pido que Siria acoja una cuota de 20.000 venezolanos: liberarlos del gobierno de Maduro sería un gesto humanitario.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
12 de septiembre de 2015

Apreciado presidente de Siria, Bashar al Asad, o estimado califa Abu Bakr al Baghdadi, o quien quiera que haya tomado control del país en el momento de recibir esta carta:

Soy uno de los 20.000 refugiados sirios que recibió el presidente Maduro y, sin ánimo de causar controversias, y de la manera más amable y respetuosa, estoy pidiendo a las autoridades venezolanas que me deporten de nuevo a Siria.

No quiero sonar malagradecido con la revolución bolivariana, no se me entienda mal; tampoco suponer que, en la asignación de destinos, fue mala suerte aterrizar en Caracas, y no en París, Frankfurt o Londres.

Pero, imagino que por asuntos culturales, no me ha sido posible adaptarme, esa es la verdad. La vida en esta tierra no es sencilla. Y no lo digo por la violencia, a la que ya me habitué; o por los apagones eléctricos, que ya son rutina. Lo digo, más bien, por el día a día. Por culpa de la devaluación, por ejemplo, no cargo el dinero en la billetera, sino en una carretilla, y lo debo cambiar por alguno de los tipos de dólar que existen en el mercado: el dólar oficial, el dólar sicad, el dólar simadi y el dólar negro. Después hago filas eternas para ingresar al supermercado, y una vez adentro debo estar preparado para afrontar cualquier tipo de sorpresas: incluso que en alguna estantería aún quede algo. En ese caso, debo repartirlo con los guardias de boina roja de la República bolivariana que esperan a la salida.

Porque esa es otra, estimado califa, querido presidente: en Venezuela los guardias son servitecas ambulantes: exhiben las llantas sin pudor alguno. Andan con cadenas, reparten plata, gritan groserías. Parecen cantantes de reguetón, una música estridente con que torturan a los jóvenes en este hemisferio.

Y por si fuera poco, debemos lidiar con el presidente Maduro. Hace un par de días nos visitó en el campamento. Ejercía su autoridad de manera exhibicionista:

–Como ya lo dije una vez: los extranjeros que nos atacan provienen de otro país. Espero que ustedes se comporten. ¡Sargento!

–Ordene, presidente.

–Dele a esta gente comida: salchichón, salchichona, lo que pidan. Y pinten sus casas con una C bien grande, para que se sepa que son ‘Cirios’.

–No hay carne, presidente.

–¡Denles penes, denles peces!

–No tenemos, presidente.

–Una arepa, pues. Arepa para todos.

–Es que hay escasez de harina.

–¡Esta es la guerra económica que el capitalismo libra contra la revolución! ¡Voy a firmar un decreto para expropiar a la oligarquía! –gritó súbitamente–: ¡tráiganme una pluma!

–No hay.

–¡Y papel!

–Papel tampoco, presidente.

–Puede ser reciclado.

–Se acabó.

–¿Higiénico, siquiera?

–Menos.

Y es verdad: no hay papel higiénico. Pero, como tampoco quedan alimentos, el asunto no es preocupante.

Acto seguido, el presidente meneó el bigote, ejercitó las paletas de los hombros y retó a pelea al expresidente del país vecino. Luego pregonó su carácter compasivo:

–Acá son bienvenidos los refugiados, a menos de que sean paramilitares colombianos como esa niñita ‘pitiyanqui’ y fascista que atraviesa el río con una gallina –dijo mientras señalaba la foto de una pequeña colombiana que huía en la frontera–: ¡ojalá la tuviera ‘feis tu feis’!

Nos prohibió decir que su gobierno es autoritario, so pena de ser encerrados en el calabozo con un tal Leopoldo López. Luego nos advirtió que nuestros hijos eran de la patria y pidió que nos integráramos a ella con prontitud:

–Tienen 30 milímetros de segundos para hacerlo –amenazó.

Después chifló como un turpial porque, según dijo, así se comunica con su mentor político, el comandante Hugo Chávez, quien se le aparece en forma de pajarito. Y luego se bamboleó de un lado para el otro: supuse que, dada la escasez de papel higiénico, el presidente aguantaba las ganas de ir al baño, pero después comprendí que se encontraba bailando un ritmo autóctono. Por fortuna, uno de los habituales apagones eléctricos que castigan al país, acudió en nuestro rescate.

Pero no todo es escasez, por Alá; en algunos aspectos reina la abundancia: hay más de 25.000 asesinatos por año, por ejemplo. Y no todo funciona bajo un engorroso sistema burocrático: hay productos ‘exprés’, como el secuestro. Los miembros de la cúpula gubernamental, además, irradian valores tan nobles como el amor por la familia, al punto de que nombran a sus parientes en los cargos más altos del Estado.

Y, sin embargo, no consigo adaptarme, estimado califa o presidente. Y por eso declino. Acá no hay libertad de prensa; la inflación desborda por igual la economía y el abdomen de los guardias; el segundo hombre más poderoso del régimen no solo es de apellido Cabello, que ya es grave, sino que en cualquier momento derrocará a Maduro para instaurar un gobierno cuyo gabinete será la réplica de la lista Clinton. Y el presidente baila cumbias mientras incita a la guerra. En suma: el país ha caído más bajo que el precio del petróleo.

Por eso, ruego a usted que me ayude a regresar de inmediato a Siria. Y pido, de paso, que Siria acoja una cuota de 20.000 venezolanos: liberarlos del gobierno de Maduro sería gesto humanitario que aplaudirían todos los seres humanos. Y también los cantantes de reguetón.