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Lo que de verdad sucedió en el secuestro de Salud

Para ese momento, con una cacerola en la cabeza el presidente la buscaba en el Chocó, y Francisco Santos, confidencialmente, se había ofrecido en canje, solicitud que el mando desechó entre risas.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
4 de junio de 2016

Después de celebrar la liberación de mi colega Salud Hernández-Mora, y de condenar el secuestro como arma de guerra, me inspiré en su legado periodístico y viajé a la zona del Catatumbo para reconstruir los hechos de primera mano: periodista de escritorio, como soy, hasta la fecha suponía que la expresión “meterse en la boca del lobo”, aludía a la acción de ser deglutido por César Gaviria, y por eso sentí pavor mientras avanzaba por la polvorienta carretera del municipio de El Tarra, en especial cuando un retén del ELN me detuvo.

Como los verdaderos cronistas de guerra, fui al grano y pregunté al que parecía el líder si por allá recordaban a Salud Hernández.

El hombre palideció.

–Mire, periodista –dijo después de un largo suspiro– en nuestra lucha hemos cometido muchos errores, pero ninguno como ese.

–Me alegra que comprendan que el secuestro es inadmisible –le respondí.

–No es eso –reviró–: es que jamás habíamos lidiado con alguien tan insoportable.

Durante media hora, entonces, y con la intervención creciente y excitada de sus camaradas, me contó los vejámenes a los que fue sometido: la forma en que Salud lo regañaba, lo llamaba rata humana y lanzaba vítores a Franco cada vez que alguien la interrumpía.

Me fui mientras se quedaban desahogando sus tormentosos recuerdos entre ellos. Caminé por la plaza hasta dar con sor Amanda Bedoya, la monja que vio a mi colega poco antes de su secuestro. Era afable. Parecía liberarse en la medida en que hablaba. “Nos tomamos un café –me relató–; me criticó los hábitos, como si los hábitos de ella fueran muy bonitos, y cuando le dije que mejor se devolviera, me dijo que le importaba un pimiento lo que le dijeran, y se fue manoteando. Sin pagar”.

Estar en El Tarra y hablar de Salud no es tarea fácil. La gente mira a quien pronuncie ese nombre con prevención y nerviosismo. Así me sucedió con el propio comandante guerrillero que retuvo su computador, quien accedió a hablar en un rancho aledaño.

“Yo le quité los equipos pero noté que ella llevaba algo en el bolsillo. Entonces le pregunté:

–Doña Salud, ¿qué esconde?

Y ella me respondió:

–¿Conde? ¿Mario Conde? Anda ya, si es un gran señor, un gran empresario.

Y durante media hora defendió al señor Conde”.

Para ese momento, con una cacerola en la cabeza el presidente la buscaba en el Chocó, y Francisco Santos, confidencialmente, se había ofrecido en canje, solicitud que el mando desechó entre risas.

Conseguí que el guerrillero me pusiera en contacto con algunos de sus compañeros, quienes accedieron a hablar conmigo a cambio de mantener la reserva de sus alias, por temor a las repres. A las repres-alias.

“Yo le pasé la sudadera y cuando se la puso, el comandante preguntó:

–¿Pero qué es esa facha?,

–Se llama Salud– le respondí.

Entonces comencé a amarrarla y ahí fue cuando me gritó: ¿pero cómo cojones me estáis poniendo la cabuya?; ¿quién coños os ha enseñado a ser guerrilleros? Y ahí me rapó la cuerda y se amarró a ella misma”, recordó uno de ellos.

El encargado del rancho pidió la palabra: “Cuando le serví el arroz, dijo: “¿a eso llamas arroz, gilipollas?, y me lo tiró en la cara. Después se fue gritando ‘Vaya mierda de cambuche habéis armado’, y no crea, uno se siente mal”.

El comandante me cuenta que ese mismo día comenzaron las deserciones. “Yo le dije: doña Salud, las cosas están pasando de castaño a oscuro, y ella me dijo que si eran castaño, ella hacía el prólogo”.

En la tarde, los guerrilleros ya huían en desbandada. El Ejército informó, de manera redundante, que había dado de baja a alias Pitufo, aunque la verdad es que él también desertó. Era pitufo desertor.

“Ese día –confesó un miliciano– el mando decidió que los centinelas que se quedaran dormidos, tenían como castigo hablar con ella. Fue muy duro para todos. Nos inyectábamos café”.

A partir de entonces comenzó lo peor: a Salud la picó un zancudo y el zancudo contrajo el zika; cinco de los centinelas castigados se volvieron franquistas y varios guerrilleros iniciaron una huelga de hambre para presionar la libertad de su rehén.

Consciente de la situación, el mando trató de resucitar el canje con Pachito, o incluso soltarla sin canje, o incluso soltarla y ofrecer algo más para que la recibieran. Pero ya cualquier esfuerzo era en vano.

“No la soportábamos más –reconoció el comandante–: uno maneja tatucos, pero no petardos”.

Conseguí hacer contacto con alias Gabino, quien me recibió con los nervios destrozados: “¿Viene con ella?”, indagó, nervioso, mientras miraba a lado y lado. “¿Ella todavía está aquí?”. Entonces me confesó: “Yo decía: brujas, que las hay, las hay; lo que no sabía era la nacionalidad. Dos días más y acaba con nosotros. Los muchachos estaban desesperados. Entonces buscamos la mediación de la Iglesia”.

El desenlace ya se conoce: la guerrilla llamó al padre Torrado, quien adelantó una difícil misión humanitaria: “Serás sacerdote, pero ya te voy a enseñar a dar de hostias, joder”, le dijo la periodista cuando lo conoció.

Entonces comenzaron las tensas negociaciones para que Salud regresara a la vida civil, forcejeo que duró unos días, hasta que el mando consiguió que la aceptaran de regreso.