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De congresistas a ministros: ¿politiquería o gobernabilidad?

Al proyecto de reforma constitucional que permitiría que congresistas en ejercicio sean nombrados ministros parece estarle ocurriendo lo mismo que al cliente del conocido comercial de un banco: que está en el lugar equivocado. Rafael Merchán, director del Instituto de Ciencia Política, escribe sobre el tema

Semana
30 de mayo de 2004

En efecto, como su discusión coincidió con el agitado debate sobre la reelección, en el ambiente quedó el sabor de que levantar la prohibición existente desde 1991 era una forma de dar zanahoria para despejar el camino de aquella.

Sin embargo, vistas las cosas en perspectiva, la reforma puede no ser tan nociva como algunos analistas y parlamentarios han venido planteando. Para estos críticos, como la senadora Claudia Blum, "la iniciativa no sólo afecta la independencia del órgano legislativo y abre las puertas al clientelismo, sino que compromete la elaboración de las leyes y el ejercicio de control político sobre el gobierno, que son las dos funciones esenciales del Congreso".

Vamos por partes. En primer lugar, el argumento sobre el clientelismo es, cuando menos, facilista. De hecho, los sucesivos gobiernos posteriores a la Constitución del 91 no es que hayan erradicado el intercambio de favores por votos. Lo que pasa es que, sencillamente, este ha adquirido otros ribetes distintos. Clientelismo ha habido, y probablemente seguirá habiendo con la famosa prohibición y sin ella. Y si este perjudicial fenómeno realmente se quiere erradicar, resulta muchísimo más importante fortalecer la carrera administrativa, fomentar la agrupación y la disciplina partidista para mitigar los efectos de las famosas "operaciones avispas" e implementar con mayor profundidad la meritocracia. Por ahí es la cosa y no creando un espejismo que nos recuerda al famoso marido cachoneado que vende el sofá para que no le sigan poniendo los cuernos.

En lo que tiene que ver con la independencia, las supuestas bondades de la prohibición vigente tampoco son tan claras. Porque, precisamente, las prebendas -llámense burocracia, partidas, o lo que sea- son las que impiden que realmente el legislativo funcione con autonomía. ¿O es que alguien cree que los congresos que hemos tenido desde el 91 son mejores y más autónomos que los que había antes?

Dicho por qué la prohibición poco o nada ha servido, vale la pena decir cuáles serían sus bondades. La más obvia es que permitiría a los gobiernos de turno construir coaliciones mayoritarias y estables. El drama que vive el sistema político colombiano es el de tener unos presidentes con unas mayorías de papel. Salvo tal vez el caso de Belisario o Pastrana, todos los ejecutivos han contado con mayorías en el Congreso. Las cuales, paradójicamente, les han sido de poca utilidad y han llevado a que proyecto a proyecto y voto a voto tengan que buscar el apoyo para sus iniciativas. Esto se explica, en gran medida, por la indisciplina partidista fruto de un 'corto circuito' entre las dos ramas. Al entrar congresistas al gabinete -piénsese por ejemplo en miembros de los directorios- se avanzaría en lograr apoyos más fluidos de los miembros de los partidos hacia las propuestas gubernamentales.

Y, de paso, se permitiría también que los partidos políticos asumieran una mayor responsabilidad frente al electorado. Si el presidente o un muy destacado miembro del partido Liberal o Conservador es ministro del Interior, Hacienda o de lo que sea, el respectivo partido podrá cobrar los éxitos del gobierno, así mismo como asumir las consecuencias de sus fracasos. Aquí y en Cafarnaum los gabinetes son la expresión de determinadas realidades políticas, y desconocer ese hecho puede ser bastante perjudicial en términos de gobernabilidad.

Para entender la conveniencia de la reforma, no es sino ver lo que ha venido ocurriendo estos 13 años: el lunes, por la puerta de atrás, el congresista recibe favores del ejecutivo para apoyos concretos; el martes vota a favor del proyecto y el miércoles sale a la prensa a despotricar contra el gobierno. Eso no es serio y, para bien o para mal, los partidos y movimientos tienen que asumir posiciones u 'o-posiciones'. Lo que no se puede permitir es que sigamos con el pecado y sin el género: con clientelismo, sin independencia y sin partidos que verdaderamente se comprometan con una obra de gobierno.

P.D.: Lo del nombramiento de embajadores. Eso sí que alguien me explique qué beneficio puede llegar a tener, porque francamente no lo entiendo.

* Director del Instituto de Ciencia Política

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