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DE PANCHO VILLA A ÑAMERU

Semana
4 de abril de 1988

Las personas que uno más admira en esta vida son aquellas que intentan parecerse a sí mismas. La búsqueda de la autenticidad es una de las pocas cosas que realmente valen la pena en este mundo invadido por imitadores, farautes y pregoneros de la moda.
Aunque ya en ocasiones anteriores he dicho que tengo una piel de jabón, resbalosa y oleaginosa al vituperio y la alabanza, debo confesar con franqueza que hubo una vez un elogio que me hizo sentir vanidoso. Estaba parado en una acera, viendo la vidriera de una librería, cuando alguien me dio un golpecito en el hombro para llamarme la atención. Era una señora de apariencia adusta, con unos espejuelos de pasta, que me miró de pies a cabeza, como quien reconoce a un preso.
-¿Usted es el que escribe en la revista esa? me preguntó, con el tono autoritario de un comisario.
-Sí-le dije, simplemente.
-Ya sabía-dijo ella, dándome la espalda. Sería capaz de reconocerlo en el fin del mundo por las barbaridades que dise.
Al principio me sentí ofuscado. Pero de inmediato comprendí que aquello era una loa involuntaria y genuina. No hay nada mejor que ser como uno mismo. Si algo bueno tiene el pato, que apenas logra nadar con torpeza y que vuela con desgarbo, es que uno puede reconocerlo a leguas por su manera de caminar.
Estas reflexiones tontarronas se me han venido a la cabeza leyendo el último libro de Eduardo Galeano, ese estupendo escritor uruguayo que hace unas maromas formidables entre la novela y el ensayo, entre la ficción y la realidad, entre la vida diaria y la imaginación. Galeano acaba de publicar su "Pasión de Decir", un texto macizo, salpicado de anotaciones breves, meditaciones ligeras sobre el arte y la gente, con un humor que aletea suavemente.
Me ha impresionado mucho la historia de Eraclio Zepeda contada por Galeano para demostrar que algunos hombres asumen con su propia vida el papel que les ha tocado desempeñar, aunque sea para representar a los otros, haciendo las veces de suplantadores. Zepeda era un actor de mediana calidad al que le encomendaron nada menos que la tarea de personificar a Pancho Villa en una película sobre la revolución mexicana.
Se metió de cabeza en el alma de su personaje. Su trabajo fué tan realista que se convenció a si mismo de que era, verdaderamente, el legendario general gordo de bigotes. Lo hizo con tanto empeño y ahínco que los ciudadanos acudian a su casa a pedirle que hiciera justicia y que pusiera orden porque creían tercamente que era mi general resucitado.
Zepeda, como todo actor que se respete, terminó aquella aventura deambularido por parques y callejuelas, echando arengas en las esquinas, vestido con un uniforme dorado, un sombrero de charro, polainas de cordón trenzado, una pistola al cinto, dos cananas en bandolera y una cara de insurgente que metía miedo. Sus vecinos comenzaron a sospechar que se había vuelto loco. A mi me parece, más bien, que Zepeda era consecuente con el papel que la vida le había reservado.
Cuando yo era niño, en San Bernardo del Viento, había un señor que era pequeño y fornido, de hombros cuadrados y cabeza plana, que parecía una de esas figuras que los indios tallaban en piedra antes de la llegada de Colón. Le decían Ñamerú. Se ganaba el sustento vendiendo avena con hielo y canela en la Placita de los Perros. Era licencioso y borrachin. Le pegaba a su mujer. Se gastaba la plata jugando fierrito con una baraja española.
Pero cuando la cuaresma daba comienzo, Ñamerú se transfiguraba como si lo hubiera tocado un lamparazo divino. Se volvia hogareño y piadoso. Juicioso. No trasnochaba desde el miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Resurrección. Ni siquiera comía carne de animal de sangre caliente ni de pezuña partida.
Namerú era el encargado de hacer las veces de Judas en la representación a lo vivo de la tragedia cristiana. Era sobrecogedor verlo con sus treinta monedas buscando un cáñamo para simular que se ahorcaba de arrepentimiento en el almendro de la iglesia.
Hasta que en una Semana Santa no habia terminado de colgarse del árbol cuando empezó a ponerse morado. El gentio lloraba de emoción y aplaudia una actuación tan auténtica. Ñamerú sacó la lengua que parecía un trapo. Daba pataletas en el aire. Jamás se había visto un actor tan consagrado. Pero, de súbito, el médico Cantillo gritó entre la muchedumbre: "¡Corran, carajo, que se está muriendo!".
Dos hombres cortaron la soga y bajaron a Ñamerú. Medio inconsciente, tenia el pescuezo despellejado y echaba babaza por las comisuras. El policía Ortega dijo que se había roto el mecanismo camufiado que debía sostener a Judas por debajo de las axilas y que, ciertamente, estuvo a punto de ahorcarse.
Desde entonces he creido que aquello no fue un accidente sino un coletazo del destino. Si Zepeda era Pancho Villa, Ñamerú tenia derecho a creerse Judas. Lo más natural es que hubiera muerto en su ley, ahorcado entre el olor triste de un Jueves Santo, con las monedas de su traición en la mano, pateando el viento con una sandalia.

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