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Tiempos de incertidumbre

Sería una tragedia que el fin del conflicto con las Farc conduzca a un deterioro grave de las instituciones

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
1 de diciembre de 2016

En reciente columna publicada en El Espectador, Rodolfo Arango -un jurista distinguido-  escribía lo siguiente: “Vivir bajo una constitución, siempre revisable a la luz de los cambios, exige lealtad a un marco normativo de acción común. La racionalidad de lo político debe ceder a la razonabilidad de lo jurídico si queremos superar el conflicto armado (...) En momentos de crisis es cuando más se exige grandeza a los espíritus (..) Optar por politizar las instituciones es contribuir a su debilitamiento (...) Es el ejercicio ecuánime del poder lo que funda civilizaciones”.

Ese compromiso con el marco constitucional en medio de las diferencias de criterio que son normales en una democracia, exige que los actores políticos, sean cuales fueren sus tendencias, jueguen dentro de las reglas y de interpretaciones razonables de las mismas, así actuar por fuera o en el margen pueda resultar más rentable en función de la causa política que se defiende. Este paradigma, qué pena decirlo, no ha sido acatado por algunos de nuestros dirigentes en estos días de agudas contradicciones.

Carece quien aquí escribe del monopolio de la hermenéutica jurídica; no obstante, cree que las modificaciones al acuerdo inicial suscrito en La Habana fueron sustantivas; en consecuencia, no cabe afirmar que el nuevo texto apenas contiene modificaciones epidérmicas. Carece, entonces, de sentido sostener que el Gobierno, al procurar avanzar en la ratificación del contrato firmado en el Teatro Colón por la vía del Congreso, ha traicionado el veredicto de las urnas. Cuestión diferente es que la versión corregida a muchos no satisfaga. A mi, por ejemplo, no me deja feliz...

Asumiendo que un nuevo plebiscito no era mandatorio, se optó por acudir al Congreso para cumplir el requisito de refrendación pactado desde el comienzo de las negociaciones de La Habana. Cierto es que la validez de este expediente genera algunas dudas. No existe norma alguna en la Carta que lo faculte para acometer esa tarea, aunque es razonable asumir que, como representante del pueblo, y en ejercicio del control político sobre los actos del Gobierno, puede emitir, en una y otra cámara, declaraciónes refrendatorias de ese compromiso. Declaraciones que, por supuesto, carecen de valor jurídico. Apenas sirven para recoger el sentir de las mayorías parlamentarias, lo cual da sustento político a la expedición posterior de las normas necesarias para cumplir los compromisos asumidos.

De otro lado, una lectura leal de las normas fuerza a concluir que esas actuaciones no implican una refrendación popular, que es la única que sirve para habilitar el mecanismo de trámite acelerado de las reformas conocido como “Fast Track”. El Congreso no es el pueblo, es su representante; el pueblo lo constituimos el conjunto de los ciudadanos, cuya mayoría, en los eventos y para los fines que la Carta contempla, adopta decisiones vinculantes.

Por lo tanto, el proceso de implementación que se tramitará en el Congreso deberá realizarse bajo las normas procesales ordinarias, salvo que la Corte Constitucional disponga lo contrario. Desatender esta admonición tendría graves consecuencias políticas y no generaría, en beneficio de nuestra contraparte guerrillera y de la Nación toda, la seguridad juridica que es indispensable para lograr “una paz estable y duradera”.

El acuerdo del Teatro Colón, al igual que su antecesor y en contra de la promesa gubernamental, mantiene la insólita pretensión de su ingreso pleno o “en bloque” a la Carta. Omitiré las consideraciones técnicas que lo impiden para advertir la gravedad del precedente. Si el programa político que han convenido el Gobierno y un grupo al margen de la ley puede llevarse a la Constitución, ¿qué impediría que se hiciera lo mismo con el de un caudillo que el día de mañana triunfa en las urnas?

Ambos textos, además, insisten en confundir el derecho humanitario, que busca atenuar el fragor del conflicto, con las normas indispensables para sellar la paz. Tan simple como que una cosa es comprometerse a no envenenar las aguas mientras se adelanta la conflagración, y otra a reconstruir los acueductos luego de firmado el armisticio.

Habrá que mantener una férrea oposición sobre ambos puntos en la fase de implementación.

Del lado del No también hay pecados. Pretender que el Congreso no es idóneo para refrendar los acuerdos, y que, por ende, debe ser revocado constituye una deplorable invitación a tirar por la borda la Constitución.  A ello también equivale proponer “papeletas” adicionales en las elecciones de cuerpos colegiados del 2018 para que los colombianos decidamos si queremos o no el nuevo acuerdo. Con ese mecanismo justamente se inició el desmantelamiento de la Constitución anterior. Nada de esto es coherente con la defensa de las instituciones que los dirigentes del No pregonan.

Que sus parlamentarios se retiren llegado el momento de las votaciones, como acaba de suceder con motivo de los debates refrendarios, solo tiene sentido cuando sus derechos han sido menoscabados por quien preside la sesión. Abandonar el recinto cuando se presume que la votación les será adversa, le hace daño al Congreso que es el foro por excelencia de la democracia. Para merecer el triunfo mañana, hay que saber perder hoy.  La estrategia no sólo ética sino también inteligente de la oposición consiste en refugiarse en el Congreso ayudando a fortalecer su legitimidad.

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