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DEMASIADA REALIDAD

Semana
15 de agosto de 1983

"La raza humana no aguanta demasiada realidad" le decía, con agudeza, Lawrence Durrell a Henry Miller interpretando el universal sentimiento de pusilanimidad de las clases medias. Los ingleses, para designar una verdad escueta, nada elaborada, dicha sin precauciones de estilo, la denominan "cruda", es decir que le falta cocinado. En castellano, con menos sensibilidad, se le llama "una verdad de a puño", es decir una que golpea, en cierto modo, al sujeto, como una bofetada.
Algo así nos viene sucediendo a los colombianos con motivo de las descaradas apreciaciones del señor Lehder sobre el origen de su fortuna el cual era, de todas maneras, un secreto a mil voces. Por un lado, la sociedad, supuestamente encarnada en los medios de comunicación, ha puesto el grito en el cielo por la llegada de la mafia a la política, como si este, en lugar de ser un viejo suceso de todos los tiempos, fuera un fenómeno incipiente que amenazara la estabilidad futura de las instituciones. Y los políticos tradicionales, dedicados a competir con sus verdades desnudas con el político Carlos Lehder, se han dedicado a debatir públicamente el tema de la moral, como si sus preceptos se derivaran de posiciones coyunturales de consenso o de opiniones caprichosas de cada persona, susceptibles de ser afirmadas por mayoría absoluta. Pero en el fondo de todo el debate no hay otra cosa que la posición de avestruz de toda sociedad compungida por grandes males, que siente que no puede soportar el peso muerto de una demasiada realidad.
Sin decir ni mu: ¿En qué otra forma podría entenderse que el famoso Capitán Black, aventajado político del Magadalena, hubiera llegado hace unos años al Congreso, en las listas conservadoras, cuando la voz de alerta del senador Hugo Escobar se ahogaba entre el silencio de una complacencia colectiva? ¿O el hecho, más reciente, de la elección de don Pablo Escobar Gaviria, sin que los medios de comunicación, que hoy se rasgan las vestiduras, hayan osado decir ni mu? Todo parece indicar que la sociedad está dispuesta a dejar pasar, con benevolencia, buena parte de la decadencia social que nos agobia, siempre y cuando todo el mundo esté de acuerdo en guardar el silencio y pasar por alto, públicamente, lo que en privado todos conocemos.
El problema se presenta cuando alguien, como Lehder, apartándose de la norma tácita que protege nuestra complicidad con la decadencia, resuelve pertubar, con su inútil descarga de verdades, el reposo colectivo. Sus declaraciones desafiantes han servido para dar comienzo a un debate absolutamente estéril sobre la participación del dinero en la política, el cual habrá de desembocar, seguramente, y para infortunio de nuestra democracia, en algún tipo de reglamentación estatal sobre el manejo económico de los partidos, proyecto éste que resultaría, en la teoría, tan debatible y tan amenazante, como el imperio del dinero. Pues se trata simplemente de sustituir la indebida influencia económica por la influencia de la burocracia y del Estado sobre la organización política, engendro éste de imprevisibles consecuencias en nuestro medio. Todo esto se evitaría, sin embargo, si tuviéramos la reflexión suficiente para situar el debate en su punto cardinal. No se trata en efecto de prohibir la influencia del dinero en la política, pues éste es, en mi manera de ver, uno de los derechos de la democracia, y tanto el rico como el pobre tienen en un sistema perfecto, igual derecho de expresar sus opiniones libremente. Se trata es de establecer si los picaros y los truhanes -no los buenos ciudadanos- tienen derecho a sus aspiraciones políticas. La respuesta es muy sencilla: no lo tienen. Pero no en virtud de su riqueza particular, o del origen de sus fortunas, sino porque deben estar presos, y los presos no tienen derechos políticos.
La impunidad: Si el sistema de justicia es incapaz de procesarlos y sentenciarlos por sus conductas delictivas, y les permite convivir en libertad, como buenos ciudadanos, lo lógico termina siendo que aspiren como todo el mundo, a la política.
Pero el punto crucial de la discusión no es, repito, el origen de las fortunas, sino uno más amplio ante el cual la sociedad ha cerrado los ojos tradicionalmente: si el sistema de justicia es apto para perseguir, enjuiciar y sentenciar a quienes se colocan al margen de la ley. Una vez presos los narcotraficantes, deja de ser importante, automáticamente, el problema de sus dineros o el de sus aspiraciones políticas porque nadie podría ya, sin perder la credibilidad recibir dineros de un presidiario, y mucho menos votar por él.
Quienes hacen engorrosos ejercicios dialécticos para justificar o condenar determinadas actitudes deberían quizás meditar sobre este tema: el problema real de Colombia es el colapso de su sistema de justicia, que se encuentra en concordato irreversible, y que ha permitido que la impunidad, como una dama corruptora -La manón Lescaut de la política- disuelva los preceptos ecuménicos de una moral establecida.

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