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El desastre democrático estadounidense

No es una exageración afirmar que Estados Unidos hoy tiene una “democracia fallida”, altamente disfuncional por ser la más elitista de todas.

José Fernando Flórez, José Fernando Flórez
28 de octubre de 2013

Entre el 1 y el 17 de octubre de este año el gobierno del país más poderoso económica y militarmente se paralizó debido a que el Congreso no aprobó el dinero necesario para financiar su funcionamiento. Visto en perspectiva, el alucinante Government Shutdown estadounidense deja sacar cuando menos dos grandes conclusiones. 

La primera –deplorable desde una perspectiva moral- es que la extrema derecha allí prefiere “apagar el gobierno” a permitir que el Estado más rico del mundo tenga un sistema de salud aceptable. Con base en una retórica barata de la libertad, el Tea Party y otros fundamentalistas republicanos pretenden que la gente puede ser “libre” mientras se muere en las puertas de los hospitales porque no tiene con qué pagar el tiquete de entrada.

La segunda conclusión es que el régimen político estadounidense está tan mal diseñado que la extorsión parlamentaria al ejecutivo, a través del eufemísticamente denominado “vote trading”, puede llegar al extremo de suspender la operatividad del Estado con un bloqueo presupuestal sin salida jurídica. 

En contra del mito de la superioridad intrínseca del presidencialismo estadounidense sobre sus epígonos latinoamericanos habla el régimen político colombiano, al menos en este aspecto específico de las relaciones entre el Legislativo y el Ejecutivo. En Colombia tenemos una norma constitucional (art. 348) que en caso de negligencia del Congreso en el trámite del Presupuesto General de la Nación, establece que rige el presentado por el gobierno para su discusión con el monto propuesto. Con razón escribió Sartori que lo verdaderamente sorprendente del régimen político estadounidense es que el Estado funcione, no gracias sino a pesar del nefasto sistema de incentivos que establece la Constitución. Sin embargo, el malinchismo institucional aún campea en varias facultades de derecho y ciencia política de países que aún cultivan la fantasía del sueño americano.

Pero las dificultades de Estados Unidos no se agotan en la predisposición de su régimen al bloqueo entre poderes. La desigualdad económica extrema (el 1 % de la población posee el 40 % de la riqueza) en el país que tiene la democracia más vieja del mundo no demuestra que no sea una “verdadera” democracia -como pretenden los maximalistas más despistados-, sino que la democracia no está en condiciones de garantizar, en tanto modelo político, niveles aceptables de distribución del ingreso entre los ciudadanos. 

Mientras tanto, países autocráticos como Singapur y el Estado nobiliario petrolero de Emiratos Árabes Unidos figuran en los puestos 18 y 41 del Índice de Desarrollo Humano de la ONU, y son verdaderos Estados de bienestar en medio de la prosperidad económica que se encuentran al mismo nivel de desarrollo “muy alto” de varias democracias con buena reputación. 

Los problemas de la democracia electoral estadounidense se ven agravados por otra serie de malos incentivos institucionales. Una perversa línea jurisprudencial de la Corte Suprema, que culminó con el fallo Citizens United v. Federal Election Commission en el 2010, eliminó cualquier límite a la financiación de las campañas políticas por parte de las corporaciones, haciendo de la competencia electoral un pulso prevalentemente económico de los políticos profesionales por recursos para pagar publicidad y periodismo mercenario, que se traducen a su vez en visibilidad mediática positiva y votos. Una vez elegidos gracias al dinero de un puñado de empresarios, este nefasto sistema de incentivos convierte el lobby de los financiadores de campañas relevantes (apenas el 0,05 % de la población) en el principal motor de la actividad legislativa. La predominancia del binomio dinero-medios en el proceso electoral (The money-and-media election complex) llevan a Nichols y McChesney (2013) a caracterizar a Estados Unidos como una “Dolarocracia”.

El  estudio de Lawrence Lessig muestra que los congresistas estadounidenses gastan entre el 30 y el 70 % de su tiempo recolectando fondos para poder volver al Congreso en las siguientes elecciones. En este contexto, la actividad legislativa y la concepción de políticas públicas racionales se vuelven marginales frente a la lucha por conseguir financiadores.

Sin embargo, no todo son malas noticias. Los republicanos dilapidaron el capital político que tenían para las elecciones legislativas de noviembre del 2014. Luego del Government Shutdown, las encuestas arrojan que sólo el 12 % de estadounidenses aprueba la gestión del legislativo, el 63 % tiene una imagen desfavorable del Partido Republicano y el 53 % culpa a su mayoría en el Congreso por el impresentable apagón estatal. Los republicanos atentaron además contra uno de los actores más sensibles y poderosos del juego político: los burócratas, que llegaron a ver comprometido el pago de sus salarios.

Chomsky publicó en el 2006 un libro en el que sostuvo que Estados Unidos cabía en la categoría de “Estado fallido”. Al texto se le criticó por el tono catastrofista y el sesgo antiamericano. Sin embargo, no es una exageración afirmar que este país hoy tiene una “democracia fallida”, altamente  disfuncional por ser la más elitista de todas.
 
Señala Ignatieff que hasta hace poco los americanos creían tan ciegamente en la excepcionalidad de su régimen que no estudiaban el de otros países. Ahora, es un imperativo que aprendan de la experiencia de otras democracias para definir cómo reformar la suya con miras a evitar el bloqueo crónico entre poderes y la captura del proceso político por las élites económicas.

*Twitter: @florezjose
Candidato a Doctor (PhD) en Ciencia Política por la Universidad París II Panthéon-Assas

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