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Desde El Nogal hasta Irak

Después del atentado al club El Nogal y de la posición del gobierno frente a Irak Leonardo Carvajal, profesor e investigador de la Universidad Externado de Colombia, analiza la forma como el presidente Alvaro Uribe ha edificado su política exterior durante su mandato.

Semana
30 de marzo de 2003

El presidente Uribe parece un mandatario coherente. Su pensamiento, discurso y accionar se ven alineados, cosa poco común en un país acostumbrado a que sus políticos piensen una cosa, le prometan otra y ejecuten una diferente una vez en el poder. Las promesas de la campaña uribista se han convertido en políticas de gobierno.

En el caso de la política exterior, ella es reflejo internacional de la política doméstica y está al servicio de los objetivos internos del gobierno actual. Pocos mandatarios de la historia reciente exhibieron una política internacional tan engranada con los postulados domésticos. Por ejemplo, a la vez que la administración Turbay Ayala (1978-1982) buscaba el fin del conflicto doméstico por la vía militar, su política exterior se dirigía a respaldar la mano dura ejercida por el gobierno de Reagan en la guerra centroamericana. El presidente Betancur Cuartas (1982-1986) invirtió esa relación al impulsar el primer proceso de paz que pretendía una solución política a la conflagración nacional, mientras en el plano externo patrocinaba la creación del Grupo de Contadora con el fin de buscar una salida negociada, al margen de la Guerra Fría, para el conflicto en Centroamérica.

La presidencia de Andrés Pastrana jugó su capital político al buscar un entendimiento con las Farc y respaldó internacionalmente esa iniciativa a través de la Diplomacia para la Paz, aunque dejó abierta la puerta para dar vuelta a esa política al promocionar un involucramiento sin precedentes de Estados Unidos en el conflicto colombiano a través del Plan Colombia. Por esa puerta entró el nuevo gobierno. En lo nacional, al proceso de entendimiento con las Farc lo reemplazó la estrategia de la Seguridad Democrática. Y a nivel internacional, la Diplomacia para la Paz de Pastrana se transformó en la Diplomacia para la Guerra de Uribe, aunque este último también ha dejado una ventana abierta para adelantar futuros contactos con los grupos subversivos al insistir en la mediación de la ONU y al negarse a levantar la excepción para que guerrilleros y paramilitares sean juzgados por la Corte Penal Internacional.

Seguridad Democrática y Diplomacia para la Guerra

Los sucesos del 11 de septiembre crearon el telón de fondo mundial sobre el que Uribe Vélez dibujó su política exterior. Los atentados terroristas de ese día en territorio de Estados Unidos disminuyeron los costos de finalizar el proceso de paz en El Caguán, y esos dos eventos, sumados a la consolidación del odio nacional a unas Farc con una raquítica voluntad política para negociar, hicieron la fórmula perfecta que catapultó al candidato Uribe en las encuestas y lo condujo a un triunfo arrollador en la primera vuelta electoral.

Desde su paso por la gobernación de Antioquia y su heterodoxa propuesta de desplegar Cascos Azules en el Urabá, el actual mandatario demostró tener una visión laxa de la soberanía y la autonomía nacional. En su papel de jefe del Estado ha reclamado la presencia de fuerzas armadas de la ONU en territorio nacional e incluso en el Foro Económico Mundial de Davos (Suiza) argumentó que los contingentes militares que se dirigían a invadir a Irak debían pasar primero por Colombia a combatir a guerrilleros y narcotraficantes por constituir ellos una amenaza terrorista para el mundo. Desde su periplo internacional como presidente electo, ha repetido hasta la saciedad que Colombia es una amenaza a la seguridad regional y global, y que por ello urge un mayor involucramiento de la comunidad internacional en nuestro conflicto armado.

Con esas declaraciones el presidente Uribe fracturó más de una década de esfuerzos de la diplomacia colombiana por defender un argumento más fino y matizado: que Colombia como Nación en su conjunto no es una amenaza para la seguridad regional ni mundial; que problemas de Colombia como el narcotráfico y la subversión sí desbordaban las fronteras, y que ante esa circunstancia debería primar la cooperación y la corresponsabilidad, pero no la intervención; y finalmente, que varias problemáticas en varios países de la región (como el lavado de activos en Ecuador y Panamá, o el tráfico de armas desde Perú y Brasil) y del mundo (el consumo de drogas ilícitas, o el tráfico de insumos químicos) también representaban una amenaza a la seguridad colombiana. Pero con la diplomacia uribista abandonamos un planteamiento a colores y adoptamos un argumento en blanco y negro.

Sin embargo, la idea que subyace a la repetida solicitud del jefe del Estado de una intervención militar extranjera en Colombia, es que en vastas regiones del país los que detentan la soberanía son los grupos ilegales y no el Estado. En esta línea de pensamiento de Uribe, la intervención militar extranjera estaría dirigida precisamente a resquebrajar la soberanía que ejercen las guerrillas en sus zonas de influencia. Además, ese planteamiento está respaldado por una opinión nacional inclinada, como quizás nunca antes en la historia del país, a favor de una intervención militar extranjera. En efecto, el 58 por ciento de los colombianos declara estar de acuerdo con las propuestas del presidente Uribe de que tropas extranjeras vengan a combatir a guerrilleros y a narcotraficantes (El Tiempo, 19 enero 2003).

La paradoja salta a la vista: la mayor laxitud frente al tema de la soberanía por parte de jefe de Estado alguno y de la opinión pública nacional en varias décadas, tiene lugar precisamente al mismo tiempo en que se conmemoran 100 años de la pérdida de Panamá a causa de una intervención militar de Estados Unidos, propiciada por la irresponsabilidad y la carencia de visión de largo plazo de los dirigentes de entonces.

De igual forma, con relación a este punto, la coherencia del pensamiento político del Presidente hace agua. Uno de los propósitos más publicitados del gobierno actual es el fortalecimiento del Estado, pero es claro que nada debilitaría más la autoridad estatal en el largo plazo que una intervención de tropas extranjeras. Así mismo, Uribe trabaja día y noche en pro de la modernización de las Fuerzas Militares, pero no hay nada que las desmotive más y que más pone en entredicho sus capacidades, que el hecho de que su propio comandante en jefe clame por una injerencia militar foránea que solucione nuestra guerra.

El Nogal construye la política exterior

Si el 11 de septiembre determinó un giro en la política internacional de Estados Unidos, de la misma forma el 7 de febrero representó una ruptura en la historia de la política exterior colombiana. Mientras Bush replanteó la política exterior del hegemón mundial sobre las ruinas de las Torres Gemelas, Uribe terminó de edificar su política exterior la noche del 7 de febrero cuando pronunció un discurso dirigido a la comunidad internacional en medio del horror y la destrucción del atentado terrorista en el club El Nogal. El primero respondió al desafío de Al Qaeda con una alianza internacional antiterrorista y Uribe emprendió de inmediato una campaña exterior que buscaba rotular de terroristas a las Farc.

Los resultados fueron agridulces. Las naciones centroamericanas y Argentina respondieron plenamente a esa estrategia al suscribir la declaración de Panamá. La OEA y la Unión Europea se pronunciaron condenando el atentado, pero cuidándose de hacer alusión directa a las Farc como un grupo terrorista. Y los vecinos se negaron a esa solicitud con el argumento de que se querían guardar como mediadores para un proceso de paz que creen se retomará tarde o temprano.

Además de perfilar la política exterior de esta administración presidencial, la tragedia en El Nogal tuvo el efecto de "securitizar" la estrategia internacional del país. La punta de lanza de los días posteriores al 7 de febrero fue la Ministra de Defensa y no la Canciller, dinámica que se mantuvo hasta el incidente con los aviones de guerra donados a Colombia en una visita de esa funcionaria a Madrid. Pero, con antelación a ese episodio, la impresión que repetidamente tuvieron los colombianos fue que los libretos de la política exterior se escribían en el Ministerio de Defensa y no en el Palacio de San Carlos. Ante esos cuestionamientos, el presidente Uribe ha respondido que le gustan los funcionarios "bajoperfilistas". Y si bien es cierto que en la diplomacia el bajo perfil y la prudencia son cualidades deseables, esas características no pueden confundirse con el desconocimiento técnico y el ausentismo.

La guerra en Irak y el pragmatismo periférico de Uribe

No obstante, interrogados sobre el órgano estatal en el que se fraguó el apoyo de Colombia a la coalición en favor de la guerra en Irak, el jefe del Estado y el embajador en Washington han señalado al Ministerio de Relaciones Exteriores como el autor institucional de esa medida. Pero cuesta trabajo creer que esa posición proviene del lugar mismo desde el que tradicionalmente se han defendido los principios rectores de la política exterior del país: el apego irrestricto al derecho internacional y a sus postulados de no intervención en los asuntos de otros Estados y la solución pacífica de las controversias; el liderazgo del país en los foros multilaterales; y la preferencia por la cooperación que soluciona las dificultades nacionales con base en la corresponsabilidad, sobre la intervención unilateral que agrava los problemas que pretende erradicar.

En este asunto la incoherencia de la opinión pública nacional se hace manifiesta. Contundentes mayorías odian a los cabecillas guerrilleros, pero el 58 por ciento de los encuestados comparte la decisión de Hussein de no atender el ultimátum de Bush para abandonar su nación. Amplios sectores del país son amigos de una solución militar al conflicto doméstico y consideran positiva una intervención militar en Colombia, pero el 81 por ciento de esa misma población se declara en contra de la guerra en el Golfo (El Tiempo, 23 marzo 2003). El país respalda mayoritariamente las políticas domésticas del gobierno, pero un 68 por ciento de los colombianos no comparte la decisión del presidente Uribe de sumarse a la coalición contra Irak (El Tiempo 23 de marzo 2003).

Para sustentar esa decisión el presidente Uribe sostiene que es coherente buscar derrotar al terrorismo nacional y a la vez apoyar la lucha mundial contra el terrorismo que lidera Estados Unidos. Se argumenta también que el eje Washington-Bogotá que se ha creado en los últimos años justifica este alineamiento. Y además se sostiene que no existía la opción de recibir con una mano 2.000 millones de dólares en asistencia estadounidense en los últimos tres años, y con la otra darle una negativa política al patrocinador del Plan Colombia.

Ruido de pasaportes

Lo cierto es que esa decisión del primer mandatario generó gran controversia y de alguna forma diluye por anticipado la posibilidad de crear un consenso nacional en torno a la política exterior de la administración Uribe. Más llamativo aún es que, por primera vez en la historia colombiana, se oyen públicas voces opositoras de funcionarios de la carrera diplomática del Ministerio de Relaciones Exteriores a la línea de política internacional trazada desde la Casa de Nariño. Así como el malestar en las filas militares contra una decisión presidencial se conoce como "ruido de sables", en este caso parece factible decir que la decisión de apoyar la Guerra en Irak ha generado un "ruido de pasaportes diplomáticos".

La indignación en el seno de los diplomáticos de profesión surgió a causa de la decisión de ordenar al viceministro de Asuntos Multilaterales (embajador de la carrera diplomática con una brillante hoja de vida en asuntos de carácter técnico) la defensa ante los medios de comunicación de una decisión tan controvertida, impopular e inconsulta, mientras que la Canciller mantenía su tradicional silencio y bajo perfil.

Es posible, en todo caso, que la Canciller misma no haya simpatizado del todo con esa decisión, en razón a que ello es diametralmente opuesto a las ejecutorias de política exterior de su padre, el presidente Barco Vargas (1986-1990). De hecho, ese gobierno se negó a respaldar la invasión a Panamá en 1989 y la misión colombiana en la ONU (en cabeza del embajador Enrique Peñalosa Camargo) impulsó políticas autonómicas frente a la primera Guerra del Golfo, en momentos en que el país formaba parte del Consejo de Seguridad de ese organismo mundial. Por esto último, también sorprende que el ex alcalde Enrique Peñalosa plantee que con relación a esa decisión de apoyar la guerra en Irak "no hay ninguna otra opción para Colombia" (El Tiempo, 26 marzo 2003).

El eje Bush-Uribe

Pero, con relación a los principios de la política exterior que se han fracturado con esa decisión presidencial de plegarse a la alianza contra Irak, vale preguntarse qué tan válido es romper con las tradiciones en esas materias. El gobierno de Menem lo hizo en Argentina al promover una "relación carnal" con Estados Unidos, en contravía de la "tercera vía" en política exterior adelantada históricamente por el país austral. En desarrollo de esa estrategia, el mandatario peronista desafilió a su país del Movimiento de los No Alineados, envió una fragata de la armada argentina a la primera Guerra del Golfo en 1991, despachó contingentes de sus fuerzas armadas para la intervención en Haití, propuso la creación de Cascos Blancos para poner en cintura militarmente a los gobiernos con problemas democráticos en el Hemisferio Occidental, e incluso insinuó la posibilidad de una intervención armada en Colombia durante el cuatrienio del presidente Samper. Los resultados de esa política no se hicieron esperar: Clinton declaró a Argentina como "aliado estratégico extra-OTAN" (estatus sólo compartido con pocos países como Japón), durante varios años los argentinos fueron los únicos latinoamericanos que pudieron ingresar sin visa a Estados Unidos, entre otras serie de prebendas. No obstante, todas esas ganancias hoy parecen puramente coyunturales ante la evidencia de la enorme crisis estructural que afronta ese país.

También las contraprestaciones a Colombia serán varias e inmediatas, y han comenzado con los 100 millones de dólares destinados al país como parte minúscula de los 75.000 millones solicitados por la Casa Blanca al Congreso estadounidense para la guerra en Irak. Pero, ¿tendrá efectos positivos sobre la crisis estructural colombiana la conformación del asimétrico eje Bush-Uribe? Cualquiera sea la respuesta, cabe recordar que en política exterior es válido quemar fusibles, pero jamás está permitido fundir el generador. ¿Es la soberanía colombiana un fusible o un generador? El gobierno de Uribe cree lo primero.

* Profesor e investigador

Facultad de gobierno, finanzas y relaciones internacionales Universidad Externado de Colombia

lcarvajalh@hotmail.com



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