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Después del carnaval...

Si hay apoyo económico a una iniciativa popular, pues bienvenido, pero que no se inventen desde arriba unas fiestas que no existen

Semana
29 de febrero de 2004

Empiezo a escribir esto el miércoles de ceniza, final del carnaval y comienzo de la Cuaresma. ¿Qué sentido tienen estas fechas para un no creyente, que vive en un país que se dice católico, pero en realidad paganizado? Ningún sentido trascendente. Lo que sí conservo es curiosidad de saber por qué ciertas tradiciones se arrastran hacia adelante, aunque en realidad estén muertas. Porque no me dirán que aquí la gente vive la Cuaresma como algo fundamental dentro de sus vidas, digamos como los musulmanes viven el Ramadán. En un mundo en el que "Dios ha muerto", la ceniza o la Pascua florida son tan importantes como el Halloween o el 20 de Julio: una fecha más, que alguna vez en el pasado tuvo algún sentido ritual, de celebración o conmemoración cíclica, pero ahora es sólo un nombre.

El nombre tradicional castellano del carnaval era carnestolendas. Explica el sabio Corominas que viene de una abreviación de la frase latina "dominica ante carnes tollendas", el domingo antes de quitar las carnes, equivalente al carnelevare (origen de carnaval), que literalmente significa "quitar las carnes". A partir de hoy, se imponía a los cristianos el ayuno, pero eso era sólo en los primeros tiempos, cuando Dios no había muerto todavía. De aquellas normas queda un ripio, que ya no cumplen ni los obispos: abstenerse de carne los viernes. Los que pueden se comen un pescado suculento (bonito ayuno), pero en realidad aquí los únicos que ayunan y no comen carne, y no sólo en Cuaresma, son los pobres.

Así como la Cuaresma ha perdido sentido en un mundo desacralizado, tampoco el carnaval -salvo pocas excepciones- significa ya nada. Tiene un valor turístico en aquellos sitios donde por lo menos es una tradición popular arraigada que se conserva a pesar del paso de los tiempos. Pero si el carnaval no significa un contraste con la imposición religiosa y con la verdad establecida, un momento en el que estas normas se rompen, no significa nada. El mismo hecho de que en los carnavales de hoy haya actores y espectadores indica ya que es algo falso, postizo, pues lo típico del carnaval real (el que existió) es que todo el mundo deja de representar su papel en la sociedad (buen padre, esposa fiel, empleado ejemplar) y se convierte, por unos días, en el actor de sí mismo, liberado su rol establecido. Al carnaval no se asiste, el carnaval se vive.

Dice Mijail Bajtin que el carnaval es exactamente lo opuesto a las fiestas oficiales establecidas por la autoridad. "El carnaval es una especie de liberación momentánea de la verdad dominante y del régimen existente, la abolición provisional de todas las relaciones jerárquicas, de los privilegios, de las reglas y de los tabúes". Hacer un carnaval por decreto, cuando ese tipo de iniciativas tendrían que salir desde la base, es una terrible y triste incomprensión del fenómeno. Por eso la propuesta de la nueva administración de Bogotá, "fundar un Carnaval de carnavales", me parece una barbaridad y un desperdicio de recursos. En esta sociedad paganizada lo que existe es un carnaval perpetuo: se bebe y se come carne (en Cuaresma, en Navidad, en Viernes Santo); hay bares de swingers, corridas, música perpetua, drogas, orgías de todo tipo.

Tal vez lo que necesitamos sea exactamente lo contrario, y no digo religión, sino un regreso a formas de cultura menos carnavalescas. Volver a darle algún prestigio a eso que se denigra con rabia como "cultura elitista", es decir, al placer por los gustos más largos y refinados de la lectura, la investigación, las artes, las ciencias y el conocimiento en general. Eso me esperaría yo de una administración de izquierda: que sea elitista en el mejor de los sentidos: que le dé prestigio a lo que no lo tiene, a la cultura reposada y los placeres del conocimiento. Lo otro es combinar populismo con paternalismo: coger al pueblo de la nariz, como si fuera un buey, y orientar a las personas en la ardua tarea de divertirse. Como si este país no fuera ya, precisamente, el reino del ruido, la música, la borrachera y la rumba perpetuas.

Dirán que en Rio, en Barranquilla, en Venecia, las autoridades municipales se ocupan de la organización de sus carnavales. Pues sí, pero en primer lugar, no los fundaron como una iniciativa estatal, sino que entraron a apoyar una tradición autónoma, espontánea. Los carnavales de Riosucio, los más vivos e interesantes de Colombia, no los fundó un alcalde y se morirán como fiesta auténtica, popular, cuando los alcaldes lo vuelvan oficial y santifiquen al diablo. Un carnaval fundado por la autoridad es una contradicción en los términos, como decir un círculo cuadrado. Si hay un apoyo económico a una iniciativa popular, pues bienvenido, pero no se inventen desde arriba unas fiestas populares que no existen. No es con el asistencialismo de repartir leche, ni con el populismo burocrático de inventar fiestas como se puede hacer un cambio "de izquierda" en una sociedad como la nuestra.

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