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DIATRIBA CONTRA EL CINE

Semana
29 de julio de 1985

Esta columna de SEMANA se ha convertido para mí en un desahogo cada siete días. Es la válvula de escape que, como a las calderas y los motores de vapor, me permite resollar durante unas horas sin que se me revienten los empaques ni se me quemen los pistones.
Cuando siento que ya estoy hasta aquí de esa trilladora diaria de noticias, cuando ya uno no aguanta más asaltos, violencia policías muertos declaraciones del ministro de Hacienda sobre el Fondo Monetario Internacional, estallidos terroristas contra las torres eléctricas, secuestros de aviones en el Medio Oriente y más homenajes a Gardel -que cada día canta mejor pero tiene la desventaja de que no cambia el repertorio- entonces me encierro en la oficina, apago el radio, boto los periódicos, desconecto el teléfono y me siento a la máquina.
En ese momento, y durante unos cuantos minutos, mi vida se vuelve un oasis. Un remanso. Se pueden ir a la quinta porra las amenazas de Reagan de invadir a Nicaragua. Sí señores: ya sé que eso se llama escapismo. Pero es que yo también tengo derecho a resoplar tranquilo un ratico a la semana. Y a divertirme mientras escribo unas cuantas pendejadas sobre el barrilete, sobre la brisa, sobre la mejor manera de preparar un patacón, sobre la inmortalidad del cangrejo o sobre la innegable importancia de la harina en la elaboración del pan.
Lo malo es que a veces hay gente que toma este entretenimiento demasiado en serio. Eso es, exactamente lo que me acaba de pasar con una señora de Medellín que me envía una carta iracunda y ofendida porque yo dije alguna vez en esta página que el cine me tiene sin cuidado porque es un espectáculo fugaz, pasajero y superficial.
La furiosa dama, naturalmente, me hace víctima de una larga conferencia escrita sobre la importancia del séptimo arte en la vida contemporánea y en el desarrollo de la sociedad. Como si yo no supiera quién fue Griffith, de qué tamaño era el talento de Hitchcock o lo que fue capaz de hacer Wells con la historia del ciudadano Kane.
Lo que pasa, mi querida señora, es que tengo un motivo secreto, casi vergonzoso y terrible para desconfiar del cine. Me ocurrió algo verdaderamente monstruoso de lo que siempre me he negado a hablar. Ahora voy a revelarlo en busca del perdón suyo y de la comprensión de los que aman las películas.
Sucedió que hace como quince años -ya estamos viejos, vida, ya estamos- me echaron del periódico donde trabajaba porque firmé un mensaje de respaldo a la labor cultural de la revolución cubana, que en esa época era atacada impiadosamente desde Europa por un grupo de grandes escritores y artistas.
Mi despido se produjo poco antes de la Semana Santa. De manera, pues, que un soltero como yo, sin familia, que vivía en Bogotá con un colchón y una maleta, me encontré de repente sin trabajo, ocioso y con un cheque de cinco mil pesos por concepto de prestaciones sociales. Era un carajal de plata, sobre todo en ese tiempo en que no existían Gutiérrez Castro, la inflación y la señora Alba Lucía con sus impuestos.
Aburrido de reventar suela por las calles, de deambular sin brújula, de echarles pedazos de pan a las palomas de la Plaza de Bolívar -que ya no pueden volar de lo gordas que están- decidi gastarme en películas lo que me quedaba. Estuve yendo a cine una semana completa, por la mañana y por la tarde, en vespertina o nocturna. Salía de una sala y me metía en la otra. No tenía ningun orden ni disciplina selectiva: compraba la boleta en lo primero que encontrara. Fue así como asistí a filmes pornográficos, a cintas de humor, a historias eternas sobre el mártir del Calvario.
Lo grave, adorada señora de Medellín fue lo que me paso cuando cumplí los primeros ocho días en aquella fiebre cinematográfica. Estaba durmiendo una pacífica noche en mi cuchitril del centro de la ciudad en medio de bares de tango y mujeres que viven en el filo de la navaja, cuando desperté sobresaltado. Tenía la frente tachonada de un sudor frío. Me temblaban las manos. Una angustia insoportable me subía y me bajaba (como un ascensor) de la garganta al estómago y luego desandaba el camino andado.
Había tenido un sueño atroz, desgarrador y frenético. Se me habían revuelto todas las películas de la última semana. Los actores de una se pasaban para la otra. John Wayne, con su pañuelo al cuello, su sombrero de ala dura y sus dos pistolas, lanceaba sin compasión el cuerpo de Cristo al pie de la cruz, mientras que al mismo tiempo Poncio Pilatos entraba con sus sandalias trenzadas y su corona de hojalata a un Sloom de Dodge City a echarse bala con unos vaqueros que le habían hecho trampa jugando al poker. Terminé sin saber, en aquella confusión, si Cantinflas era el piloto japonés que se lanzaba en picada contra el submarino americano o si Judas Iscariote era el jefe de la cuadrilla de camioneros gringos que apostaban carreras en las rutas de California.
¿Lo ve, señora? Acabé con el cine antes que el cine acabara conmigo. Si he de volverme loco, que por lo menos sea por motivos menos baladíes que una película. Es por ello que, transcurridos ya tantos años desde semejante pesadilla, he hecho una promesa solemne que espero cumplir a cabalidad: sólo volveré a cine cuando regrese -y el día esté cercano- al teatro Riomar de San Bernardo del Viento. Porque allí la proyección de un filme es un espectáculo humano y tierno en el que los espectadores pelean a gritos con los malos de la pantalla, participan de la historia, no comen papas fritas sintéticas y lloran y rien a todo pulmón.
Sonría, señora. Tome sus penas de cabestro y arrástrelas por el mundo. Sonría, porque la vida es demasiado cruel para tomarla en serio. Tan cruel que en este momento estoy regresando a la realidad: uno de mis compañeros periodistas grita en la sala de redacción que acaban de encontrar el cadáver del señor Schneider, secuestrado en Santander. ¿Lo ve, señora? La realidad es una mierda...

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