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DOMINGO EN BARCELONA

Semana
8 de enero de 1990

Barcelona es la ciudad más bella de España. Tiene, como si fuera poco, la arquitectura más hermosa de Europa y el cielo más azul del Mediterráneo. Lástima que el aire, en las afueras de la ciudad, huela a fábricas y residuos industriales.

Es domingo, poco antes del mediodia. En el barrio gótico se descubre la clase rancia y aristocrática de Barcelona. Es como una de esas tias viejas y estiradas, un poco petulantes, de las que todo el mundo tiene por lo menos una. Los barceloneses tambien saben que tienen su abolengo y miran al resto de los españoles por encima del hombro, con cierto desdén olimpico y con algo de desconfianza.

Los árboles desnudos del otoño se enredan, como trenzas, entre las balaustradas de la Edad Media. Por entre las ramas se cuela la luz otoñal, pálida pero cálida, desleída, amarillenta y opaca, como agua de aceite, de un color ámbar atravesado por el sol. La escena es incomparable.
Sólo falta un Rembrandt que pinte esas tonalidades.

Los pájaros, que tienen la extraña virtud de adivinar la llegada del domingo, se ponen más alegres y cantan en los zaguanes.
Por ahí deben andar, todavía, las primeras cotorras que Colón trajo de América, hace quinientos años, cuando empezó la conquista buena y mala, para nuestra ventura y nuestra desdicha. Los que llevaron a nuestras tierras, como decía crudamente el Tuerto López, "con la espada y la cruz, el gonococo".

Paseamos, mi mujer y yo, por el largo camino de las ramblas, como todo turista que se respete.
Los ancianos venden libros, flores y pájaros enjaulados. Hay un concierto de turpiales y canarios.
Plumas de azulejo. La gente habla su propio idioma, el catalán, una lengua tierna que parece de niños, tan graciosa y divertida que el médico que cuida los pies humanos se llama "callista".

Y, por todas partes, los japoneses, como hordas, como hormigas arrieras, como ovejas sueltas, andan comprando el mundo entero, retratando el planeta, husmeándolo todo, con esos ojos que se les han vuelto horizontales de tanto tomar fotografías.

Son extraños estos hombres y los observo con fascinación. Llegan al Museo Picasso--uno de los lugares prodigiosos de Barcelona--y compran sus boletas pero no entran. Recogen los catálogos de la exposición y se devuelven a leerlos, sentados juiciosamente, en su bus de turistas.
Quién entiende a los japoneses.

Seguimos caminando. Vemos parejas de novios jovenes que salen de misa, tras los muros de piedra de las antiguas iglesias.
En la Plaza Real sirven bitter helado y carne envuelta en hojas de pan. Las mujeres venden artesanías y billetes viejos.

Barcelona es el único lugar de Europa en que las aceitunas conservan su legítimo color, que no es verde ni negro, como la gente se imagina, sino ligeramente caqui, como el uniforme que antes usaban los soldados.

Después viajamos a Madrid, esa capital revuelta y agitada en donde suenan todo el día, sin que uno sepa la razón, las sirenas de las ambulancias. Esta urbe es el corazón genuino de España. Y, viéndola, con los restaurantes repletos de parroquianos, uno se pregunta cómo es posible que se haya vuelto tan rico un país donde la gente no hace más que comer y dormir
Para ser justos habría que decir que a veces, cuando no están durmiendo o comiendo, los españoles hacen otras cosas, como beber y hablar o comentar la noticia del día en este país tan sin gular. La noticia no es que derribaron el muro de Berlín o que la guerra ha arreciado en El Salvador. A estos españoles lo único que los conmueve, y que los obliga a dejar de comer por un momento, es el hecho de que otra cómica de la televisión acaba de fugarse con otro banquero.

Los taxistas, que son iguales en cualquier parte, hablan mal de gobierno el estado del tiempo la carestia de la vida. Los primeros vientos fríos soplan sobre la ciudad como si estuvieran barriendola. Un agua helada y fina cae con la llovizna.-

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