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Don Víctor

Los norteamericanos, tan duros con Pablo Escobar y sus amigos, nunca metieron a las empresas de Carranza en la lista Clinton ni lo extraditaron.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
6 de abril de 2013

La prueba de que nos hemos degradado como seres humanos luego de tantos años de conflicto sangriento, es la forma repugnante en que la Iglesia, la clase política y la Justicia se han prestado para limpiar la imagen de Víctor Carranza, un asesino paramilitar y narcotraficante que falleció el jueves en Bogotá en medio de mimos y dispensas.


Hasta su muerte tuvo de su lado a la Justicia, que siempre encontró la forma de protegerlo, a pesar de los miles de folios llenos de testimonios que lo señalaban como auspiciador de grupos paramilitares. Su modus operandi era el de un mafioso consumado: a todos los jueces que tuvieron en sus manos sus procesos los cooptó y a los matones que eran capturados por la Justicia y que se atrevían a denunciar sus horrores, la mano larga de Carranza conseguía cambiarles sus versiones para evitar que lo incriminaran. 

En 1989 cuando fue capturado Camilo Zamora, integrante de los Carranceros quien reveló su manera de matar en el Meta, la jueza que llevaba el caso valoró el testimonio dándole un gran peso, pero luego sorpresivamente lo desechó. Al poco tiempo, lo absolvió. La funcionaria judicial fue destituida, pero el proceso no se volvió a reabrir y Carranza no solo salió indemne sino convertido en un mártir de la Justicia. Los testigos fueron dejados en libertad y posteriormente fueron asesinados. 

Carranza y sus Carranceros pudieron seguir delinquiendo y asesinando a miembros de la UP sin temor a que la Justicia los tocara. Diez años después se repitió la misma historia. En 1998 la Fiscalía de Alfonso Gómez Méndez, el único fiscal que se atrevió a meterse con Carranza, lo capturó con base en nuevas evidencias que lo vinculaban a grupos paramilitares en el Cesar y en el Meta. 

La Fiscalía fue más lejos y logró acusarlo, pero una jueza lo absolvió. Carranza salió libre y mientras él se reencauchaba ante la sociedad y asistía tranquilo a los congresos de Fedegán y financiaba la campaña de Uribe, a los funcionarios del CTI que lo capturaron les caía la roya: a Carmen Maritza González que lo capturó la sacaron de la Fiscalía en la administración de Osorio y a varios de sus compañeros que participaron en el allanamiento les tocó irse del país porque los amenazaron de muerte. 

Carranza llegó a tener una influencia en el poder judicial que envidiarían Pablo Escobar y Rodríguez Gacha juntos. En el libro escrito por Iván Cepeda y el padre Javier Giraldo, aparecen los nombres de varios exmagistrados: Jorge Enrique Valencia, Juan Manuel Torres Fresneda, José Hilario Caicedo Suárez, Sandra Ivonne Ramírez, Alirio Roa y Giovani Enrique Moreno. 

Para no hablar de un hecho ya sabido: que el abogado que defendió a Carranza en ese proceso es hoy el magistrado Fernando Castro, miembro de la sala penal de la Corte Suprema de Justicia. Esta pléyade de abogados fue la que le ayudó en su estrategia jurídica de demandar al Estado por haberlo mantenido preso y lograr que lo indemnizaran. De esa forma Carranza se quitó la mácula de bandido y se colocó la de víctima.  

Todo esto explica por qué este señor que tanta sangre hizo correr murió el jueves sin tener mayores cuentas con la Justicia. Tan solo tenía abierta una investigación preliminar en la Fiscalía que nunca avanzó, derivada de los testimonios dados por los paramilitares que lo salpicaron en sus versiones de Justicia y Paz. Se llevó a su tumba la verdad sobre sus atropellos y masacres, y sus víctimas quedarán para siempre sin ser resarcidas. 

El poder político consideró a Carranza su aliado tras bambalinas. Parlamentarios conservadores como Gustavo Rodríguez lo defendieron para no hablar de todos los presidentes que el mismo Carranza se ufanaba de haber conocido en sus entrevistas con los medios estadounidenses. Los norteamericanos, tan duros con Pablo Escobar y sus amigos, nunca metieron a las empresas de Carranza en la lista Clinton ni lo extraditaron y por el contrario permitieron que una compañía gringa se convirtiera en socia de una mina suya. 

De todos, su aliado más leal fue la Iglesia, que decidió convertirlo en una especie de Mandela criollo a sabiendas de que se trataba de un asesino y narcotraficante, socio de Pablo Escobar. En una entrevista hecha en Blu Radio esta fue la descripción que hizo monseñor Héctor Gutiérrez días antes de que Carranza muriera: “Es un hombre comprometido con la paz y un individuo que rechaza la violencia”. 

Una Iglesia que se presta para limpiarle la imagen a los asesinos de manera tan flagrante y que le da la espalda a las víctimas debería merecer el repudio de la gente. Pero como decía al comienzo: somos una sociedad tan degradada que ya ni siquiera los obispos distinguen a las personas buenas de las malas. 

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