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Dos imágenes de las mujeres y la prisión en Colombia

Esta es la sexta entrega de una serie de columnas sobre el sistema carcelario en Colombia y los derechos de las personas privadas de la libertad.

Semana
28 de octubre de 2011

La primera imagen se puede observar en un domingo de visita a cualquiera de los establecimientos carcelarios y penitenciarios del país. Una larga fila de hermanas, madres, esposas, novias que aguardan con paciencia la hora de entrada mientras llevan en sus manos ropa limpia, útiles de aseo, una cobija, una colchoneta y una vianda de comida que el interno intentará hacer durar lo más que pueda, que comerá incluso cuando haya cambiado de olor y color. Sin perder de vista a los niñas y niñas que llevan al penal, las visitantes se organizan junto a una pared húmeda en la cual se apoyan para quitarse los zapatos de tacón y calzarse unas chanclas que junto a la obligatoria falda corta dan forma a la vestimenta común de las mujeres que van un domingo de visita a la cárcel.
 
El guardia instructor de caninos pasea con sus perros a lo largo de la fila aguardando atentamente a que el perro, que olfatea por igual a mujeres, cobijas y colchonetas, le dé una señal para separar a la mujer detectada. Rodeada de murmullos, escoltada por un grito de indignación lejano y anónimo, la mujer es conducida al interior de la prisión para preguntarle si está tratando de ingresar un elemento prohibido. La época de las requisas intrusivas y los tactos vaginales va quedando poco a poco en la memoria de la infamia de los centros de detención colombianos. Sin embargo, el salto a la modernidad aún está por darse, de lo cual dan testimonio los equipos arrumados y desconectados, algunos destruidos deliberadamente, que deberían servir para realizar escáneres corporales.
 
La mujer niega que lleve algo y alega que viene de muy lejos a hacer efectivo su derecho a la visita conyugal. De hecho, ha pasado la noche en la calle durmiendo para ser de las primeras de la fila y recibir en su antebrazo el golpe del sello que le estampará una figura en tinta negra. El guardia duda, no sabe si dejarla entrar o prohibirle la entrada
 
Cualquiera de las dos opciones le resulta incómoda. La única solución es esperar a que sea detectado un número suficiente de mujeres que justifique la remisión en un vehículo del INPEC hasta el Aeropuerto El Dorado, donde se encuentra el escáner más cercano. Para cuando el trámite se ha surtido, el domingo de visita se ha acabado. La mujer se ha quedado sin visita y puede que en esta odisea la vida le haya jugado una mala pasada. Antes intentaba entrar a la prisión y ahora lucha desesperadamente buscando una salida. La odisea la ha llevado a hacer parte de las 4851 mujeres que se encuentran recluidas en las cárceles y penitenciarias colombianas.
 
La segunda imagen, la de la mujer recluida, se contempla en el Buen Pastor, la cárcel de mujeres de Bogotá. Los pavos reales que caminan tranquilamente en el césped del asentamiento militar adyacente parecen observar indiferentes a los visitantes que cubren la distancia entre la Calle 80 y el portón de entrada a la cárcel. El Buen Pastor se mimetiza silenciosamente con los conjuntos cerrados que la rodean, se esconde tras las casas de la gente libre y parece confiar en que la vergüenza y el oprobio del encierro sean borrados por la misma indiferencia que hace caso omiso de las penosas condiciones de reclusión que soportan las mujeres privadas de la libertad.
 
El Buen Pastor tiene capacidad para albergar a 1.100 internas, pero en su interior se encuentran cerca de 1800 mujeres recluidas. La aplicación de las políticas de mano dura contra la delincuencia menor preocupa por igual a internas y guardias, quienes ven impotentes como crece día a día el número de mujeres detenidas sin que la puerta se abra con tanta frecuencia cuando se trata de dejarlas salir.
 
El silencio del penal se mantiene al cruzar la puerta. Una interna recibe a cambio de una ficha roja billeteras, monedas y celulares que serán devueltos al dejar penal. Un jardín adorna la entrada al puesto de control y no se percibe la intensidad del bazuco que inunda a centros de reclusión como La Modelo. El silencio se ve perturbado por un sonido inusual para una prisión. El llanto y las risas de niños y niñas se mezclan y cruzan la puerta del Patio 4, en donde se encuentran las madres presas con sus hijos e hijas menores de tres años. Después, el régimen cambiará. Las madres sólo podrán ver una vez al mes a sus hijos menores de 12 años, el último domingo de cada mes.
Los niños y niñas que viven en el Buen Pastor quizá no recuerden que nacieron en el encierro, que sus primeros pasos no fueron en un patio de juego sino en un patio penitenciario, que crecieron en medio de las cuatro paredes húmedas de una celda hacinada. Si lo recuerdan, si algún día alguien les cuenta, resultará difícil explicarles por qué no fuimos capaces, o no quisimos, imaginar una imagen distinta de la mujer presa en Colombia.

* Coordinador Relatoría de Prisiones, Facultad de Derecho, Universidad de los Andes.

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