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Dos santos

El uso de la palabra ha sido usurpado por la jerarquía católica: 'santo' es una distinción, un grado que la Iglesia le da a quien le ha prestado servicios notables.

Antonio Caballero
26 de diciembre de 2009

Informa la prensa que la Iglesia Católica está a punto de beatificar, y muy pronto de canonizar –es decir, de proclamar santos– a los dos más polémicos Papas del último siglo: el actor polaco Karol Wojtyla, Juan Pablo II, a quien muchos le atribuyen influencia preponderante en el derrumbe del comunismo en la Unión Soviética y en Europa Oriental, como arzobispo de Cracovia primero y como Sumo Pontífice de Roma después. Y el príncipe romano Eugenio Pacelli, Pío XII, al que también muchos –aunque no necesariamente los mismos– le atribuyeron un importante papel en la consolidación del nazismo en Alemania y Austria y del fascismo en Italia, Portugal y España: primero como Nuncio Apostólico en Berlín, donde negoció con Hitler amplias ventajas del Concordato para la Iglesia a cambio del arrodillamiento del Partido Católico alemán, único que por entonces hubiera podido oponer resistencia a la ascensión de los nazis. Y luego como secretario de Estado y finalmente, Papa, cuando cerró los ojos ante las monstruosidades cometidas en Alemania y en la Europa ocupada –y también en Italia– contra los judíos: primero la persecución y luego el exterminio.

Que dos personajes tan controvertidos sean declarados santos plantea un par de problemas.

Uno consiste en la definición de la palabra “santo”. Los santos (y las santas, sí) son hombres (y mujeres) buenos (as): dechados de virtudes, reconocidos como tales por todo el mundo. Pero sucede también que el uso de la palabra ha sido usurpado por la jerarquía católica, apostólica y romana: “santo” (con su apócope “san”) es una distinción, un grado que la Iglesia le da a quien ha prestado servicios notables a su organización política: a la propia Iglesia. La condición de hacer uno o dos milagros es un simple trámite burocrático: pueden ser inventados para impresionar a los incautos. Lo que cuenta son los intereses servidos. Por eso no hay santos protestantes: este cardenal Newman que también, por lo visto, Benedicto XVI se apresta a canonizar, nació en el protestantismo, pero se convirtió al catolicismo: y eso es lo que se le premia. Y tampoco hay, claro está, santos musulmanes, ni budistas, ni hinduistas, etcétera.

Santos judíos sí, por paradójico que parezca: pero es que era necesario incluir de alguna manera a los parientes de Cristo. ¿Por qué iban a ser santos, pongamos por caso, sus abuelos, San Joaquín y Santa Ana, que en su vida nunca oyeron hablar no digamos ya del Catolicismo, sino del Cristianismo? Son santos, digámoslo así, por puro nepotismo. Pero con esa salvedad, no puede haber sino santos católicos. Se trata de un título tan reservado exclusivamente para ellos cuando están muertos como lo es el de Papa a los católicos vivos. No es un azar que a los Papas se le dé el tratamiento protocolario de Su Santidad, así sean malísimas personas y pecadores terribles. Es más: el de santo es un título, en la práctica, restringido a los eclesiásticos profesionales: curas y monjas. Así Juan Pablo II, que en su largo pontificado hizo más beatos y santos que todos sus antecesores sumados, sólo incluyó entre ellos a un laico. Por demagogia: era un gitano. Con esa única excepción, desde el fin de la Edad Media para acá todos los santos han sido funcionarios de la Iglesia. Es como si sólo se pudieran ganar los premios Nobel (de Literatura, de Medicina, de Química) los académicos y empleados de la Academia Sueca a paz y salvo con sus cuotas de socios.

El otro problema de que hablo se deriva de esa definición de la palabra. Si el santo en cuestión le ha prestado servicios a su Iglesia, no es menos santo porque haya sido malo: monseñor Marcinkus, por ejemplo, que era un banquero turbio y a lo mejor asesinó a otro banquero, pero manejó con habilidad las finanzas del Vaticano; o monseñor Marcial Maciel, acusado por muchos jóvenes de agresiones pederastas, pero que fundó la congregación de los Legionarios de Cristo. Y en cambio si no le ha prestado servicios a su Iglesia no es santo por muy bueno que haya sido. Así, Angelo Roncalli, Juan XXIII, universalmente llamado el “Papa bueno” por la piedad popular para distinguirlo de tantos Papas malvados, no pasará nunca de beato porque cometió el pecado imperdonable de sumir a su Iglesia en el mayor desorden, haciéndole perder poder político con la intención de devolverle respetabilidad moral, sin conseguirlo.
Pero aunque algo haya perdido, el poder político de la Iglesia sigue siendo inmenso. La mejor prueba es que los que no creemos en sus doctrinas nos ocupemos sin embargo de discutir sus galardones internos: como si nos interesáramos por saber, digamos, quién fue declarado mejor empleado del mes en los Almacenes Ley.

También nos ocupamos de sus fiestas. ¿Acaso no estamos en ellas?.

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