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EL ARTE DE LA PROTESTA PACIFICA

Semana
31 de octubre de 1983


Cuando hace poco tres estudiantes de la Universidad Libre de Cali se cosieron la boca para dotar, a la huelga de hambre que estaban iniciando, de una especie de garantía hipotecaria, las reacciones de la ciudadanía fueron manipuladas por dos sectores de opinadores profesionales: de un lado estaban los que sugerían que el asunto debía inspirar asco, y del otro los que encontraban que provocaba más bien risa.

Los primeros manifestaban incredulidad ante la posibilidad de que aquello por lo cual protestaban los estudiantes pudiera ser tan importante como para justificar la fórmula escogida para hacerlo. Del segundo grupo formaban parte gentes sin hígado para quienes un estudiante con la boca cosida puede resultar igual de gracioso que esos chistes políticos que se heredan de presidente en presidente, y que siempre se cuentan como si estuvieran recién bañados.

No hubo una sola voz que se levantara para sugerir que había algo desesperado en la actitud asumida por los tres estudiantes. A nadie se le ocurrió pensar que coserse la boca para hacer más convincente la decisión de no ingerir alimentos constituye una forma de inventarse una nueva instancia, cuando ya se han agotado las instancias inventadas por los demás. Ninguno pensó que para coserse la boca se necesita estar firmemente convencido de que lo único que queda por hacer es coserse la boca. Y si es necesario que lo aclare, afirmo que no apruebo la actitud de los tres estudiantes. Lo que desapruebo es la existencia de un Estado con el que la única forma de dialogar llegue a ser en un momento dado la de hacerlo con la boca cerrada.

Desde el gobierno anterior los estudiantes de medicina de la Universidad Libre de Cali habían intentado por todos los canales posibles obtener una sede hospitalaria en la cual complementar sus estudios universitarios. Ignoro si la protesta de los tres estudiantes produjo resultados efectivos, pero por lo menos demostró una vez más que en este país, por una desgraciada tradición, los problemas sólo se vuelven dignos de resolverse cuando se atraviesa de por medio una forma escandalosa de denunciarlos que amenace con avergonzar al Estado y a sus pilotos de turno.

Pero mientras que en países subdesarrollados como el nuestro la gente llega a coserse la boca cuando el problema físicamente se ha salido de las manos, en países desarrollados como Alemania Occidental se ha llegado a tal grado de sofisticación como el de crear escuelas (actualmente existen 50) diseñadas para educar a los ciudadanos en el arte de protestar pacíficamente antes de que los problemas se vuelvan insolubles.

Que existan centros de entrenamiento en los que pueda uno matricularse para perfeccionar el arte de la protesta sin violencia es una forma surrealista de entender la vida en comunidad. Durante un mes se instruye a los alumnos en los requisitos de una huelga de hambre profesional, en la fórmula de guardar silencio durante largas temporadas y en el secreto de dominar la tentación de exteriorizar la furia arrojando piedras, algo en cuya efectividad los estudiantes colombianos poseen una fe ciega, sin darse cuenta de que en el fondo es una fe cegatona.

Sin embargo, ni aún en estos sofisticados centros alemanes de entrenamiento se ha debatido la posibiiidad de que tomarse pacíficamente una calle de la ciudad y obstruir el tráfico sea, en últimas, una forma de violencia. El día en el que los conductores de buses parquearon de cualquier manera sus vehículos en Bogotá ocasionando un infarto del tráfico que se prolongó durante varias horas, amén del perjuicio de suspender durante el mismo tiempo el servicio del transporte, agredieron violentamente a la ciudadanía capitalina no obstante no haber derramado una gota de sangre. Algo semejante sucedió con los maestros que se tomaron el viernes las calles de Bogotá, convirtiéndose en un nudo gordiano que impidió la posibilidad de cruzar de sur a norte o de occidente a oriente.

Me pregunto, sin embargo, qué se hizo ese lugar intermedio en el que no habría necesidad de coserse la boca o de taponar una calle para denunciar un problema o expresar un punto de vista. Me pregunto, ciertamente, dónde se encuentra ese lugar intermedio, porque en él podría fundarse la única escuela que no se ha inventado aún: aquella en la que pudiera matricularse la ciudadanía que es tomada tácitamente como rehén cada vez que algún sector tiene un problema que resolver o un punto de vista para exponer, obligándola a ser testigo de huelgas de hambre que estremecen o simplemente impidiéndole moverse por su ciudad o transportarse a través de ella.

Y es que en esta escuela que todavía no se ha inventado podría aprenderse algo más sofisticado aún que el arte de protestar pacíficamente: la ciencia de pertenecer pacíficamente a esa mayoría silenciosa que sale perdiendo cada vez que alguien resuelve protestar pacíficamente.

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