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El baile de las fronteras

Es una historia apasionante, de vínculos centenarios y odios arraigados hasta los tuétanos entre los llamados “eslavos del sur”, término del que se deriva el nombre de Yugoslavia.

Semana
2 de agosto de 2010

El que tenga un mapa cualquiera lo puede donar a un museo porque seguramente está desactualizado. Los que somos aficionados a comprarlos nos hemos visto obligados a irlos descartando, a pesar de qué tan coloridos, portables y -la parte más grave- costosos hayan sido. La geografía del colegio enseñaba que los países quedaban en un sitio determinado y uno crecía pensando que esa era una realidad inamovible, un conocimiento que se aprendía de memoria, asumiendo que serviría para siempre. Pero lo cierto es que las fronteras se corren más rápidamente que lo que se acostumbra el mundo en asimilar cada nuevo dibujo.

Solo situándonos en un punto del globo, los Balcanes, podemos constatar que en 1990 había un Estado, Yugoslavia, del que se han desprendido siete: Eslovenia y Croacia en 1991, Macedonia y Bosnia-Herzegovina en 1992, Montenegro en el 2006, Kosovo que declaró su independencia en el 2008 y acaba de ser ratificado en su nuevo estatus y Serbia, con el territorio autónomo de Voivodina en su interior. Y es un movimiento que no se ha detenido, pues esta última nación ya está preparando las tijeras para cortar sus lazos tradicionales y unirse con Hungría, en forma de confederación. Es decir, el nuevo mapa, que estrena a Kosovo pintado de otro color, tampoco nos va a servir por mucho tiempo.

Ahora que la Corte Internacional de Justicia avaló la declaración unilateral de independencia por parte de los kosovares, afirmando que ésta no viola en ningún sentido el derecho internacional, es lógico plantearse, no porqué un Estado se resquebraja hasta el punto de quedar dividido en ocho en tan pocos años, sino porqué estos núcleos poblacionales se unieron en principio. Es una historia apasionante, de vínculos centenarios y odios arraigados hasta los tuétanos entre los llamados “eslavos del sur”, término del que se deriva el nombre de Yugoslavia.

Si bien es difícil que pueblos que han compartido un territorio desde el siglo VII no se superpongan en algunos puntos, éstas son naciones que se conciben a sí mismas tan unidas como distantes. Unidas en su sueño de ser independientes, de que sus lazos culturales, religiosos y lingüísticos fueran los que trazaran los límites de sus países, y distantes en su historia, en el hecho de haber pertenecido a imperios diferentes y a haberse acostumbrado a verse con ojos de enemigo.

Es evidente que el autoritarismo jugó un papel vital en la conformación del Estado yugoslavo, pues solo bajo sistemas como la monarquía y el comunismo se logró la fusión de esos pueblos, que sabían que en esos tiempos y por su propia cuenta y riesgo no hubieran podido subsistir. En ese caso era completamente cierto que la unión hacía la fuerza. Pero el ultranacionalismo serbio -basado en la frustración de esa nación de no haber podido consolidar nunca su vocación imperialista-, que se ventiló en la guerras de los noventas y aún hoy, en su resistencia de dejar libre a Kosovo, se convirtió siempre en una piedra en el zapato para cualquier proyecto colectivo a largo plazo.

Con los Balcanes empezó y terminó en siglo XX. Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina, fue el telón de fondo del inicio de la Primera Guerra Mundial, y hoy en día, bien entrados ya en el siglo XXI, la región sigue humeando. Ningún eslavo del sur ha estado dispuesto a ser minoría en otro país, cuando los demás podrían ser minoría en el suyo y esta negativa es la que nos sigue haciendo cambiar de mapa.

*Docente - Investigadora Universidad Externado de Colombia
 b.vallejo@hotmail.es

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